Homilía de Mons. Juan Antonio Reig Pla, Obispo de Alcalá de Henares, en la conmemoración del LXXXV aniversario de los beatos mártires de Paracuellos de Jarama y Jornada Mundial de los Pobres
La censura de Dios y el Juicio Divino
Se han cumplido ya ochenta y cinco años desde que nuestros hermanos, que están enterrados en esta Catedral de los mártires, dieron testimonio de fe en Cristo, de amor a España y de perdón a sus verdugos. Ciento cuarenta y tres de ellos ya han sido beatificados y otros están en camino esperando la certificación de la Iglesia. Su obra fue una obra de amor y un testimonio de la fortaleza que el Espíritu Santo regala a los hijos de Dios.
La censura de Dios
Mirando el discurrir de los años y viendo la situación actual de España y de la misma Iglesia Católica, algunos están tentados a pensar que la sangre derramada por nuestros mártires fue inútil. Tras un largo proceso de secularización inducida, de nuevo la España oficial está ejerciendo una férrea censura sobre Dios sobre todo en los llamados «actos de Estado», censura que se extiende como olvido de Dios en las instituciones públicas y en la mayoría de los medios de comunicación. Del mismo modo no es respetada la dignidad y sacralidad de la vida humana, ha sido trastocada la identidad del matrimonio en nuestro derecho civil y desmerecido el gran bien de la familia cristiana. España vive un invierno demográfico severo y, lo que es más grave, ciertas leyes recientes se atreven a llamar «derecho» a lo que es un «delito» o un crimen nefando: el aborto y la eutanasia (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 27 y 51; Juan Pablo II, Evangelium vitae, 11).
La desconstrucción de lo humano
No contentos con estos atropellos, desde décadas se está propiciando en nuestra cultura hegemónica lo que se ha venido en llamar la «deconstrucción de lo humano» con un modo de pensar y vivir individualista, anclado en el relativismo moral y en el nihilismo. Hoy, como nos recordaba Benedicto XVI, «es preciso afirmar que la cuestión social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica» (Benedicto XVI, Caritas in veritate, 75). El eclipse de Dios y su censura en los ámbitos públicos, está propiciando un «humanismo inhumano» (Ib.78) dirigido ampliamente por la policía del pensamiento que promueve lo «políticamente correcto». Del mismo modo se difunde un pensamiento único en los planes educativos, en las manifestaciones «culturales» y en las plataformas de comunicación al dictado de una agenda de ingeniería social diseñada por los más altos organismos internacionales.
Esta situación descrita brevemente, ha sido estudiada de manera más amplia por los obispos españoles en el documento de la Conferencia Episcopal Española, titulado Fieles al envío misionero (Edice, Madrid 2021), en el que se ofrece un análisis serio sobre la situación de la sociedad española y de la misma Iglesia Católica de España.
¿Fue estéril la sangre de los mártires?
Siendo conscientes de este panorama, podemos nosotros también preguntarnos ¿la sangre de los mártires que reposan en este cementerio de Paracuellos ha sido estéril? ¿Es necesario afirmar el triunfo del mal, la ignominia de ocultar la verdad de la historia y la victoria de la injusticia presentada con ropajes de «progreso, libertad y nuevos derechos humanos»? ¿De verdad que los abandonados de este mundo, -hoy celebramos la Jornada Mundial de los Pobres, instituida por el Papa Francisco-, no van a conocer la justicia y sus gritos no serán escuchados?
El juicio de Dios es nuestra esperanza
Precisamente en este Domingo XXXIII del tiempo ordinario, cercano el final del Año Litúrgico, la liturgia nos invita a reflexionar profundamente sobre una de las verdades que profesamos en el Credo de nuestra fe. Dentro de poco proclamaremos juntos estas palabras referidas a Jesucristo: «Y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos y su reino no tendrá fin». Son dos los hechos que anuncian estas palabras: la segunda venida de Jesús resucitado, el Hijo del hombre, y la restauración definitiva del Reino de Dios.
Esta es la razón de nuestra esperanza que la fe ha arraigado en nuestro corazón. Pero es legítimo, viendo tanto sufrimiento, que nos preguntemos: ¿Cuándo ocurrirán estos acontecimientos? Si escuchamos con atención, el evangelio de hoy nos dice que estos acontecimientos vendrán «después de la gran angustia o tribulación» (Mt 13,24). En el contexto inmediato el evangelista San Marcos se refiere a la «gran tribulación» que supondría la destrucción del templo de Jerusalén. Pero esta palabra escuchada hoy nos quiere hacer tomar conciencia de que en los acontecimientos que estamos viviendo en nuestra época y en sus circunstancias concretas, también están presentes las fuerzas del mal que vienen sobre nosotros con la amenaza de su poder malvado. ¡Se necesitaría ser inconscientes y estar ciegos para no ver cuán fuerte es el mal en la historia humana!
Con ello no me refiero sólo a las guerras mundiales del siglo pasado o a los acontecimientos vividos en nuestra tierra que ocasionó también la muerte de tantos inocentes entre los que destacan nuestros mártires. Me refiero de manera especial al momento que nos ha tocado vivir, al «ahora» de la historia de España. También «ahora» es tan fuerte la presencia del mal, la muerte de tantos inocentes, que algunos están tentados a pensar que todo se encamina hacia un final perverso.
Esta es «la gran angustia y tribulación» que despierta también entre nosotros el interrogante del sentido del sufrimiento humano y de la misma muerte. Al menos, siendo objetivos, todos constatamos que la eliminación de las fuerzas del mal para cada generación es un proceso de sufrimiento y de lucha constante sin desfallecer.
Cristo: fin de la historia
Hoy, de modo consolador, el evangelio nos asegura que al final de la historia, la palabra «fin» será puesta por la venida de Jesús resucitado, quien vendrá «con gran poder y gloria» (Mc 13,25). Él acabará con el poder del mal y con su venida el Reino de Dios será instaurado plenamente. Es lo que pedimos cada día con la oración del «Padre nuestro»: Venga a nosotros tu Reino. El mismo evangelio nos revela también cómo será este final: «Él enviará a los ángeles y reunirá a sus elegidos de los cuatro vientos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo» (Mc 13,27).
El Hijo del hombre, Jesús resucitado, revela su soberanía reuniendo en torno a sí a los elegidos. ¿Qué significa esto? En el último día (Cf. Jn 6,54), cuando acontezca la «resurrección de los muertos», los que hayan creído en Jesús, alcanzarán la plena comunión con Cristo. Llegado el fin de la historia, el Cuerpo de Cristo, su Iglesia, alcanzará su perfección porque todos sus miembros vivirán en su gloria, para siempre. Nuestros mártires beatificados, que ya se cuentan entre los elegidos, verán cumplidas las palabras del Salmo que hemos proclamado: «El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi suerte está en tu mano […]. Por eso se alegra el corazón, se gozan mis entrañas y mi carne descansa esperanzada. Porque no me abandonarás en la región de los muertos, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción» (Sal 15).
El retorno de Cristo: juicio definitivo
El profeta Daniel, como hemos escuchado en la primera lectura, es muy preciso. Hablando del mismo acontecimiento final, dice: «muchos de los que duermen en el polvo de la tierra despertarán: unos para vida eterna, otros para vergüenza e ignominia perpetua» (Dan 12, 2). Por tanto el retorno de Cristo tiene también un carácter de «juicio». Es un juicio definitivo que no admite apelación. Es un juicio que asigna «vida eterna» a los justos, e «ignominia perpetua» a los injustos. El retorno de Cristo es la hora de rendir cuentas: el encuentro con Él es el juicio definitivo sobre nuestra vida y sobre toda la historia humana. Y ¿qué decir de nuestros mártires beatificados? Ellos, como «los sabios, según el decir del profeta Daniel, brillarán como el fulgor del firmamento […] como las estrellas por toda la eternidad» (Dan 12, 3).
Queridos hermanos, ¿esta certeza de nuestra fe es un puro sueño que nos separa y distancia de nuestra vida cotidiana y de nuestras preocupaciones concretas? Todo lo contrario. Esta es la repuesta al misterio de los sufrimientos de cada uno y la solución del más grande enigma de la historia.
En la profesión de nuestra fe, cuando decimos «y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos», no nos referimos a aquel juicio que se da sobre nuestra vida personal inmediatamente después de la muerte. El evangelio que hemos escuchado nos asegura que habrá un «Juicio final» en el cual el Señor resucitado someterá toda la historia humana al juicio. Será el balance final de toda la historia en su conjunto.
«Con gran poder y gloria» nos ha dicho el Evangelio (Mc 13, 26). Jesús, el Señor resucitado, será el juez soberano y también la norma base sobre la cual toda la historia será juzgada. Es, en efecto, a la luz de su palabra y de su obra de salvación, de la desmesurada grandeza de su amor y de su sacrificio, como toda la historia humana será puesta al descubierto.
A poco que revisemos nuestras vidas y nuestra historia podemos caer en la cuenta: ¿Cuántas injusticias se han cometido no solo de persona a persona sino de pueblos contra otros pueblos? ¿Cuántas víctimas no han sido resarcidas del mal? ¿Cuántos pobres y débiles han sido oprimidos y humillados en su dignidad, muriendo sin que nadie reparase su humillación? La certeza de la fe respecto del «Juicio final» nos asegura que no hay nada que borre completamente cuanto ha sido hecho y todo quedará al descubierto.
Habrá justicia y «revocación» del sufrimiento pasado
Como nos recordaba Benedicto XVI en su Carta Encíclica Spe salvi: «Sí, existe la resurrección de la carne. Existe una justicia. Existe la «revocación» del sufrimiento pasado, la reparación que restablece el derecho. Por eso la fe en el «Juicio final» es ante todo y sobre todo esperanza» (Spe salvi, 43). Habrá justicia y gracia. «Ambas -justicia y gracia- han de ser vistas en su justa relación. La gracia no excluye la justicia. No convierte la injusticia en derecho. No es un cepillo que borra todo, de modo que cuanto se ha hecho en la tierra acabe por tener siempre igual valor» (Ib., 44).
Todas estas reflexiones nos invitan a descubrir la trascendencia y la seriedad de nuestra vida y de nuestros actos. Este es el valor del testimonio de nuestros mártires enterrados en este Cementerio de Paracuellos, cuidado con esmero por la Hermandad, por las hermanas Siervas del Señor, por el capellán y por los monjes. A los ciento cuarenta y tres mártires beatificados podemos aplicar las palabras del Apocalipsis: ¡Dichosos ya los muertos que mueren en el Señor! Sí, dice el Espíritu, que descansen de sus fatigas, porque sus obras les acompañan» (Ap. 14, 13).
Contemplando el desenlace de su vida, nosotros debemos acoger hoy las palabras del profeta Daniel (Dan. 12, 1-3) y del Evangelio de San Marcos (Mc. 13, 24-32) como un manantial de esperanza en estos momentos difíciles para la vida de fe en España. Nosotros, los cristianos, cobijados en el seno de nuestra madre la Iglesia Católica, tenemos la esperanza cierta de que la última palabra en la historia y sobre la historia no la dirá la injusticia.
Necesidad de la vigilancia
Como nos enseña el Evangelio que hemos proclamado, hemos de estar vigilantes y prontos para que cuando el Señor nos introduzca en su eternidad, nos encuentre dignos de vivir con Él para siempre. A este Camposanto de Paracuellos, a la vez tan sencillo y significativo, venimos como peregrinos a aprender del testimonio de los mártires, de su fortaleza y de su amor manifestado en el perdón. Aprended nos decía el Evangelio «de esta parábola de la higuera: cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, decís que el verano está cerca; pues cuando veáis vosotros que esto sucede, sabed que Él está cerca, a la puerta» (Mc 13, 28-29).
A San José, que custodió a la Sagrada Familia, le suplicamos en este año jubilar que custodie a nuestra Iglesia que peregrina en España. A la Virgen de la Victoria de Lepanto que se venera en nuestra diócesis, en el Santuario de Villarejo de Salvanés, la invocamos también en este año jubilar como Auxilio de los cristianos, convencidos de que como ocurrió en el siglo XVI, con María nos llega siempre la victoria. María, Madre nuestra, Reina de los mártires, intercede por nosotros. Amén.
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