Era un día soleado de agosto en aquella plaza atestada de viandantes y turistas. Todos de aquí para allá frente a la iglesia de San Lorenzo en la bella e histórica ciudad alemana de Nürnberg. Globos llenando de color aquel rincón, pompas de jabón que revoloteaban el aire del estío jugando con las miradas. De pronto, apareció un músico vestido con su frac de concierto, y poniéndose en medio de la plaza, quedó inmóvil con la mirada perdida mientras sujetaba con arte y respeto su violoncello. En esas, una pequeña niña con coleta sacó de su mochila una flauta dulce. Parecía que le retaba. Daba la impresión que era como David y Goliat, en un desafío con las arrojadizas notas de sus instrumentos musicales.
Aquella chiquilla comenzó tímida a silbar con su flauta las notas del Himno de la alegría, de la conocida 9ª sinfonía de Beethoven. Simple, esencial, tierna aquella escena. Y el músico replicó con las notas graves de su cello, aquello que la pequeña había hilvanado con su flauta. Ambos iban porfiando en torno a la misma melodía, mientras la gente, curiosa, se fue arremolinando en torno a los dos. Pero hete aquí, que comenzaron a aparecer otros músicos vestidos informalmente portando cada uno su instrumento: las cuerdas, los vientos, la percusión… Y después, con el mismo desenfado fueron arracimándose chicos y chicas, hombres y mujeres, como un coro aparentemente improvisado.
La niña con su flauta entre una orquesta y coro y una muchedumbre que la rodearon. El himno a la alegría en medio de una anónima mañana sin más relumbre ni más acopio que un paseo informal, se convertía en algo que envolvía a todos, que los abrazaba con sus voces y sus notas, poniendo entre paréntesis los motivos de los pesares, los llantos de las lágrimas, aquello que a diario nos acorrala y entristece robándonos la sonrisa y la esperanza. ¿Qué es lo que había pasado? Nada especial y, sin embargo, tan extraordinario: que una pequeña con su pequeña flauta hizo que emergiera en aquella plaza un himno que invitaba a la alegría que nos hace diferentes. En las palabras del coro se escuchaba lo que el poeta Schiller escribió para la música de Beethoven: “todos los hombres serán hermanos”. Ahí estaba la alegría profesada como un embrujo y anunciada sin cita previa en medio de los entresijos y callejones que encierran nuestra vida.
Se trataba de algo ensayado, ciertamente. Algo que los que intervinieron fueron poco a poco desvelando llenando de sorpresa aquella plaza: desde la niña hasta el último músico, el coro y lo demás, en lo que se viene llamando un Flashmob. Pero la gente no lo sabía y se vio prendida y prendada por algo que no esperaba, pero que introdujo en su mañana una alegría sobrevenida. Eran palpables los rostros de niños, de jóvenes, de adultos y ancianos con la misma admiración en sus miradas. Todos ellos con un idéntico estupor que testimoniaba la grata sorpresa con toda su carga de maravilla.
Esta es la historia que Dios mismo quiere narrarnos con su continua providencia divina mientras teje nuestra historia cotidianamente. Es lo que introdujo al enviarnos a su Hijo bien amado. Muy pocos lo esperaban, tantos no hicieron caso. Pero Él entró en nuestra plaza, y entonó con palabras y gestos un verdadero himno de la verdadera alegría que no engaña. Había un modo distinto de asomarse a las cosas, de abrazarlas, aunque en su circunstancia siguieran siendo tercamente las mismas. Es la novedad que introduce un factor que nos permite vivir, mirarnos, acogernos, perdonarnos, complementarnos… de un modo distinto. Aunque seamos torpes y lentos, pobres pecadores, caminantes cansinos y distraídos, hay algo que rompe la fatalidad de un diabólico destino, para abrir de par en par nuestras calles y plazas, nuestras puertas y ventanas, nuestros corazones y almas, a la alegría de una gracia que sólo Dios puede conceder y que siempre nos regala si tenemos despierto el deseo y libre la acogida. La ciudad se llenó de alegría: esta es la buena noticia cristiana.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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