Avanzando hacia el final de este año litúrgico, nos vemos ya en el domingo XXXI del Tiempo Ordinario, en el que la Palabra de Dios nos hablará de la ley y también del corazón. Las normas nos ayudan a orientar nuestra alma hacia el Creador de quien procede todo bien, y que quiere grabar en nuestro corazón la enseñanza del amor.
Como en los pasados domingos seguimos leyendo la carta a los Hebreos en la San Pablo nos presenta el sacerdocio de Cristo; un sacerdocio nuevo, lejano ya a aquella identidad sacerdotal del Antiguo Testamento en el que se sacrificaban animales para ser ofrecidos en el fuego del altar. Jesucristo actualiza y renueva todo esto al hacer un sacrificio vivo en su misma persona que se inmola en la cruz como sacerdote eterno, el cual con los brazos extendidos en ella abraza a toda la humanidad redimida. No sólo inaugura un nuevo sacerdocio, sino que pone fin al antiguo sacerdocio de los levitas que se habían corrompido medularmente desde las abusivas normas e influencias de las familias donde los hijos heredaban en el cargo de "sumos sacerdotes" de sus padres. Con Jesús se termina también aquel sacerdocio ritualista que se limitaba a continuos sacrificios de expiación; ya no hacen falta más holocaustos, pues su propio sacrificio ha sido de una vez para siempre.
La primera lectura por su parte, tomada del libro del Deuteronomio, nos presenta la identificación del pueblo israelita con su Dios. En su leyes vemos esa enseñanza vital para el judío practicante y que forma parte indiscutible de su vida, de su hogar, de su orar en el templo; esto es: ¡Escucha Israel! El "Shema". Con este rezo a lo largo del día hacen suyo que deben acordarse de Yavhé, tenerle presente en todo momento, serle constantemente fieles dado que Él les ha sido fiel al elegirles como su pueblo. Dedicar a Dios todo el ser: fuerzas, alma, cuerpo, corazón; todo sin excepción.
El "Shema" es lo que sale a relucir en el evangelio de este domingo, donde vemos a Jesús respondiendo a un escriba (un docto en el conocimiento de la ley) que se le acerca a preguntarle: «¿Cuál mandamiento es el primero de todos?». Quizás esperaba una respuesta revolucionaria ó, simplemente, salir de su curiosidad sin pretender poner al Señor en un compromiso, pero Cristo como buen judío conocedor de la Escritura le responde con las palabras del capítulo 6 del libro del Deuteronomio que hemos escuchado anteriormente en la primera lectura: "Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser''. Jesús demuestra nuevamente que no ha venido a abolir la ley, sino a darle plenitud. Por ello tras responder al escriba lo que quería escuchar, el Señor subraya la segunda parte de este mandamiento primero, que Él denomina ''el segundo'': "Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que éstos''. El Señor nos mete el dedo en la llaga, pues ha encontrado el gran punto débil de los creyentes que igualmente bien explica San Juan con otras palabras: "¿Cómo podemos decir que amamos a Dios al que no vemos, si aborrecemos al prójimo al que sí vemos?...
El Señor está dando un mensaje muy conciso y sintetizando toda la Ley y de todas normas abrumadoras que se imponían de manera abusiva y desproporcionada: "amar a Dios y al prójimo como a uno mismo". La ley es importante, sí; pero ésta sólo tiene sentido cuando se vive de corazón, cuando prevalece servir a Dios y amar al semejante. No son realidades diferentes, separadas ni contrapuestas, sino irrenunciablemente complementarias. Jesucristo nos está diciendo que no puede haber la una sin la otra, pues ambas son la misma. Ciertamente y en los tiempos que corren, el "segundo" mandamiento es todo un reto: Preguntémonos en este domingo en qué hemos de mejorar. Por muy piadosos y buenos que seamos ante Él, no podremos llegar nunca a Dios ignorando al prójimo...
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