En pleno mes de Septiembre, especialmente dedicado a la contemplación de la Cruz, la Palabra de Dios de este Domingo XXIV del Tiempo Ordinario nos invita precisamente a ésto, a saber aceptar la cruz de cada día para ser en verdad discípulos del crucificado.
En el cántico del siervo sufriente de Yahvé, Isaías nos presenta en la primera lectura toda una catequesis sobre el misterio del dolor cuando éste es ofrecido. No es un dolor fruto de una violencia, sino el sufrimiento del que no devuelve el golpe; es un martirio, un testimonio de amor. Muchos interpretaron que este personaje anónimo del que nos habla el Profeta era el emperador persa Ciro, al que Dios habría elegido para liberar a su pueblo cautivo en Babilonia. Evidentemente, para el pueblo de Israel que vivió la deportación, no había liberación mayor que salir de aquel lugar; sin embargo, nosotros vemos en ese siervo sin nombre a Jesús, que es elegido por Dios para salvarnos de la deportación del pecado y llevarnos a la tierra prometida del cielo.
La segunda lectura, tomada nuevamente de la carta del Apóstol Santiago, vuelve a traernos luz respecto al complicado equilibrio que supone vivir el evangelio en un mundo pagano, prolijo en sacar ideas, teorías e interpretaciones varias. En concreto, se nos habla aquí de la relación entre la fe y las obras, y es que fueron no pocos -también hoy- los que pensaban que con creer "por libre" era suficiente. La sentencia del Apóstol que nos dice que una fe sin obras está muerta: «Tú tienes fe, y yo tengo obras. Enséñame tu fe sin obras, y yo, por las obras, te probaré mi fe.»: "Yo creo, pero no practico": ¡imposible!. Lo uno lleva necesariamente a lo otro y viceversa: "Yo soy del Oviedo pero no voy a los partidos ni me importan sus resultados": ¡imposible!...
Por último, en el evangelio proclamado de San Marcos para empezar vemos cómo el Señor tantea a sus discípulos sobre algo elemental en los comienzos de la predicación: ¿quién dice la gente que soy yo?; y vosotros, ¿quién decís que soy?. Esto es una pregunta directa para aquellos como para nosotros, pues si seguimos a Jesús debemos saber decir a los demás el por qué le seguimos y a dónde nos conduce este seguimiento. La respuesta a la primera cuestión es individual e intransferible, pero una respuesta a la segunda pregunta hoy día podría ser que nos encaminamos a también a la Cruz, tras la que está la Gloria.
El Señor es consciente de que Él va a sufrir: ''El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y ser ejecutado''. Es muy bonito decir que somos de Cristo cuando todo sale como esperaban nuestros cálculos, pero la prueba verdadera está cuando viene la cruz. Huir de la cruz fue lo que se le pasó a Pedro por la cabeza; al demonio le horroriza la cruz pues sabe que su dolor en ella es redentor, quizá por esto el Señor enfadado le dice a San Pedro: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!». Hoy somos invitados a gloriarnos en la Cruz, a abrazarnos y configurarnos con ella. Sólo así encarnaremos en nuestras vidas esta invitación que nos hace Jesús: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará.»
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