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domingo, 5 de septiembre de 2021

Ábrete!.-Por Joaquín Manuel Serrano Vila

Nos encontramos en el domingo XXIII del tiempo ordinario, en el que se nos hace una llamada especial a la confianza y a la acción. Hoy el Señor nos invita a vivir en clave de esperanza y mirar hacia delante. Jesús quiere que superemos todo miedo, que tengamos la seguridad de que con Él lo podemos todo, sea cual sea el sufrimiento, dolor o enfermedad. Es un domingo para abrir los ojos "ad extra" mirando y apreciando a los demás. En la escuela del Evangelio aprendemos no sólo a mirar, sino a ver y acoger de corazón a los que sufren, no únicamente con los ojos del cuerpo, sino especialmente con ojos del alma. Los pobres son los predilectos del Maestro, y nuestra sensibilidad y compromiso con ellos nos hará también merecer la consideración misericordiosa del Padre.

La segunda lectura, tomada de la carta del apóstol Santiago pone de manifiesto uno de los problemas que siempre han estado presentes en toda la larga historia de la Iglesia como es la contraposición entre clases sociales y las prioridades que nos reclama Cristo. Él mismo aclaró que no vino a buscar los ricos y santos, sino a los pobres, los enfermos y los pecadores. También en las parroquias pasaba esto, había cristianos de primera y otros de segunda. Esto es un escándalo para nosotros, que tenemos claro que sólo los últimos serán los primeros. En la vida de la Iglesia experimentamos esto diariamente, nuestro tesoro son los pobres, sencillos y humildes, no sólo por premisa evangélica, sino porque a la hora de la verdad los pobres son los más generosos a la hora de participar, colaborar, dar una limosna o una sonrisa... Los ricos tienen bastante para ellos, pues viven como los faraones preocupados de que su fausto no disminuya como si lo fueran a llevar con ellos a la sepultura para una eternidad que  nunca llegará así. El Apóstol ha sido muy directo: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a los que lo aman?. Actuemos por tanto en consecuencia teniendo presentes a los que otros consideran descartados.

La primera lectura por su parte, tomada del libro de Isaías, nos predispone ya para el evangelio que meditamos este domingo y con el que tiene correspondencia exegética. En este texto del Antiguo Testamento Dios se nos presenta como Señor de la vida que toma su decisión personal ante el desastre en que se encuentra sumida Jerusalén (Sión). Es un Dios que juzga, pero en el tiempo de los profetas al juicio le sucede siempre la salvación. Dios no quiere destruir, sino restaurar. En la Historia Sagrada el Señor siempre actúa sobre personas concretas o localidades enteras que han pecado, sobresaliendo luego su misericordia. Dios salva, cura, libera... quiere ser el agua viva en el páramo, estepa o desierto del hombre. No desea condenarnos, sino rescatarnos del pecado; no desea cegarnos en unos límites, sino abrir nuestros ojos a la verdad. 

Esto es lo que nos presenta el evangelio proclamado este domingo. Nos encontramos en primer lugar que el evangelista detalla el itinerario que llevaba Jesús dejando ''el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis''. Por tanto este suceso tiene lugar en la Decápolis, comarca formada por diez ciudades al oriente del río Jordán -territorio de la actual Jordania-. No es un dato cualquiera, por eso el autor pone mucho énfasis en detallarlo. Esta zona de la que se nos habla era considerada un lugar de perdición, tierra sin Dios y zona de paganos. Jesús está dando una lección ya al ir aquí; rompe con la idea que algunos tenían de que el Mesías vendría sólo para los judíos de bien. Cristo viene para todos, pero de forma más concreta viene a por los últimos, los olvidados, los malditos, los pecadores, los que están en la periferia. 

En su peregrinar le presentan a un sordomudo, un mal visto, pues se consideraba que su discapacidad se debía a la culpa por un pecado. Los que acompañaban a Jesús le piden que tan sólo le imponga las manos, pues sabían que si quería podía curarlo sin tocarlo. Pero el Señor vuelve a desbaratar sus cálculos, y no sólo le impone las manos a aquel "impuro", sino que lo toca hasta el punto de meter sus dedos en sus oídos y tocar con su saliva "la punta de su lengua". Jesús no se queda en un sentimentalismo externo, se implica hasta el final y se adentra en lo profundo del alma de aquella persona que sufría. Jesús mira al cielo en actitud orante, suspira y tan sólo dice «Effetá» -¡ábrete!-. Jesús no actúa por libre, mira a lo alto buscando la aprobación del Padre, se relaciona con Él por la oración. La misión de Cristo no es la un curandero o taumaturgo, no quiere demostrar sus poderes cual mago errante en su carreta, Cristo por medio de su Evangelio invierte en orden nefasto del mundo dando preferencia a los pobres. Y los pobres son los voluntariamente sordos y mudos, los que no aman, los que no creen... Hoy el Señor nos invita a abrirnos plenamente a Él, para poder también nosotros decir a los demás ábrete la alegría de creer y la gracia de la fe...

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