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domingo, 15 de agosto de 2021

La Asunción de María. Por Joaquín Manuel Serrano Vila


Como ocurrió con la celebración de Santiago Apóstol, al coincidir el domingo 15 de agosto la celebración de la Pascua de María, ésta eclipsa el domingo XX del Tiempo Ordinario que nos correspondería celebrar, y es que la Asunción de Nuestra Señora no es una celebración cualquiera, sino una solemnidad tan importante que se considera preceptiva.

Es una antiquísima tradición que la Iglesia oriental celebra desde el siglo V y la occidental desde el siglo VI, lo que evidencia que si ya en esos tiempos era una celebración perfectamente asumida, es por que los primeros cristianos así transmitieron este hermoso misterio de cómo fue el final de la vida entre nosotros de Nuestra Señora, esa llamada "dormición", para ser asumpta en cuerpo y alma al cielo.

A lo largo de los siglos numerosos santos, teólogos y pontífices, contribuyeron a la extensión del culto asumpcionista: Santo Tomás de Aquino, San Pío V, numerosas congregaciones religiosas y un sin fin de parroquias, iglesias, santuarios, capillas y ermitas diseminadas por todo el mundo, son expresión clara de que no estamos ante una imposición de la Iglesia, sino todo lo contrario: el sentir del pueblo fiel que supo comprender perfectamente cómo la Madre de Dios no podía terminar su peregrinar terrenal igual nosotros, precisamente por haber sido ella distinguida en su previa elección por el Señor para cooperar en la obra de la redención. Hasta la definición del dogma en 1950 transcurrió mucho tiempo, éste simplemente corrobora que la Iglesia hizo suya y ratificó lo que ya era para todos una auténtica verdad de fe.

La Palabra de Dios de esta solemnidad nos acerca a estos conocidos textos en los que la Iglesia siempre ha sabido identificar la figura de María. El pasaje del Apocalipsis de la mujer vestida de Sol, coronada de doce estrellas, hace que fijemos nuestros ojos en Nuestra Señora. El texto apocalíptico nos presenta ese símbolo del mañana, cuando todo será nuevo: un cielo nuevo, una comunidad nueva, una tierra nueva... Un pueblo liberado y una Iglesia redimida de la que María es la primera hija. No celebramos a una criatura divina, sino qué, siendo mortal como nosotros, la vemos salvada -como salvados nos sentimos nosotros- y resucitada -como anhelamos también nosotros-. Es la Hija de Sión que se ha convertido para nosotros en Madre, Reina del Cielo y abogada que interce siempre por sus hijos.

El fragmento de la primera carta de San Pablo a los corintios nos ayuda a situarnos ante el misterio que celebramos. Nos dice el Apóstol: ''Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos'', si vemos a Jesús como el nuevo Adán no podemos omitir a María, la nueva Eva. Sin María no habría encarnación; Cristo no habría venido a nosotros, no podríamos haber sido salvados de ese modo. Esta solemnidad nos recuerda que el Señor tiene Madre, una madre que quiso entregar a Juan momentos antes de su muerte para que la cuidara, y que nos la dio a todos como madre universal. María no podía terminar su peregrinación terrenal como una mortal cualquiera. Como canta la liturgia de este día: Con razón no quisiste, Señor, que conociera la corrupción del sepulcro la mujer que por obra del Espíritu, concibió en su seno al autor de la vida

Para los cristianos la Asumpción de María es una mirada al cielo como meta en el camino que ella siguió primero. Para nosotros no puede haber otra meta que ser santos; si no llegamos al cielo nuestra existencia habrá sido un fracaso. Nuestra misión es vivir en gracia con Dios con los hermanos que el Señor pone en nuestro camino, como hizo la Santísima Virgen. Hay muchas realidades de la vida del creyente que con riesgo de frustración del plan de salvación que Dios tiene para cada uno, se empiezan a diluir en esta sociedad, como por ejemplo es el precepto dominical, la confesión individual frecuente, o al menos una vez al año para poder comulgar. Pueden parecernos tonterías de un pasado ya superado, pero todo lo contrario; hoy más que nunca son la senda inequívoca que nos ayudan a vivir y esperar el cielo ya en la tierra. No podemos ignorar las verdades y exigencias de nuestra fe. Como decía un sabio jesuita: catolico ignorante, futuro protestante...

En el evangelio de este día hemos escuchado el canto del Magníficat, el canto de María. Ella proclama la grandeza del Señor, hace su oración de acción de gracias, consciente de que lo que Dios da sobrepasa cualquier cálculo. La alegría de quien vive unido al Señor permite vivir con el corazón ensanchado, pues responder al amor que Dios nos regala nos hace sentirnos únicos, llamados, amados. Él no nos quiere por lo que hacemos, sino sencillamente por quienes somos.

María se autodenomina "esclava" como gesto de entrega plena que asume la misión que se propone, pero preferida, hasta el punto que es consciente que su sí cambiará la historia: desde ahora me felicitaran todas las generaciones, porque el poderoso ha hecho obras grandes en mí. Cuántas obras buenas ha hecho Dios con nosotros, y no somos capaces de darle gracias, de valorarlas y tenerlas presentas. No dejemos pasar nuestro tiempo de vida terrenal sin saborear los pequeños y grandes regalos que el Creador nos da cada día. No esperemos a valorar las cosas cuando ya las hayamos perdido.

En este día de "La Asumpción", las palabras del Antiguo Testamento en Salmo que hemos cantado, son una definición perfecta de la realidad que vive Nuestra Señora. María no ha conocido la corrupción del sepulcro, el Señor la ha sentado junto a Él. Ella ha sido asociada a la resurrección y triunfo de su Hijo, por eso la soñamos allí coronada y engalanada con las joyas de la gloria: De pie a tu derecha está la Reina enjoyada con oro de Offir. Ella es modelo y defensora de los cristianos; al ser elevada en cuerpo y alma al cielo no se aleja de nosotros, sino que nos acerca más a su misma realidad. En palabras de Benedicto XVI: Precisamente al estar con Dios y en Dios, está muy cerca de cada uno de nosotros. Que Ella nos ayude en nuestro camino hacia el cielo, donde nos aguarda. 

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