La Palabra de Dios de este Domingo XII del Tiempo Ordinario, nos presenta un tema muy curioso a meditar, y es éste el análisis de la dirección que lleva nuestra vida en contraste con aquella a la que aspiramos por la razón de la fe. Quiere ser una invitación a analizar nuestro rumbo actual, como un alto en el camino para analizar y asegurar que no nos hemos perdido. Por ello, los cristianos hacemos todos los días examen de conciencia, no como algo marcado por la liturgia, sino como un sincero acto para buscar las grietas en la construcción de nuestra vida necesitada para todo gracia.
Comienza la brevísima lectura del Libro de Job mostrándonos al profeta que estaba equivocado, y por ello Dios le corrige buscando su bien: ''Hasta aquí llegarás y no pasarás''; suena a límite de línea roja que delimita el margen del camino recto. El Señor no llama la atención a Job para fastidiarle, sino por que desea su bien, sacarle de su error y librarle de la mediocridad. Es algo que por desgracia se ha puesto de moda en nuestra sociedad, regodearse en lo mediocre tratando de meter a todos en el mismo saco, mientras nos hundimos en la miseria espiritual y moral.
En San Pablo lo comprobamos de forma evidente en su periplo existencial que lo lleva de perseguidor a apóstol. ¿Cuál es, pues, el secreto que ha de orientar la vida del creyente?: vivir en clave de amor. Por amor Cristo se entregó por nosotros, como se nos proclama: ''Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos''. He aquí el amor de Dios derramado sobre nosotros, la teología de la Cruz, su sacrificio supremo de caridad donde se entregó uno por todos. La redención se ejecuta desde el amor, por ello somos convocados nosotros: vivir el amor, morir al pecado y resucitar a la vida nueva.
Por último el evangelio de San Marcos nos pasa desapercibidos, este relato de la tormenta en el lago fue el que el Santo Padre el Papa Francisco nos presentó a todos los católicos del mundo a la hora de interpretar la realidad de la pandemia desde los ojos de la fe. El pasaje de la tempestad en el mar de Galilea nos regala nuevos interrogantes sobre este mismo aspecto de nuestra propia vida y su horizonte. Creer en Dios no nos libra de las tormentas, ni estamos ausentes de peligros; la clave es saber caminar siempre hacia adelante sin derrotismos, sin desalientos que debiliten nuestra práctica creyente, sin tratar de hacer culpable al mismo Señor.
Si nuestra fe es sólida seremos capaces de atravesar las tormentas que a lo largo de nuestra vida se nos irán presentando, seguros de que Jesucristo no es utopía, un fantasma ni un amigo que nos abandona, sino que está ahí mismo en nuestra barca para afrontar los momentos difíciles. Creer no nos quita los problemas, pero nos permite hacerles frente con una perspectiva más profunda. Si dejamos la vista sólo en lo que atañe a este mundo le quitamos su fin transcendental, el cual da toda su consistencia a nuestra esperanza.
¿Qué quiere decir que Jesús dormía tranquilo mientras los discípulos muertos de miedo veían su fin tan próximo? Parece una tomadura de pelo, que Cristo se ríe de nosotros o que se desentiende de nuestras angustias. Nada más lejos. El evangelio nos está revelando otra evidencia, que el Señor es consciente de que implicarse en su misión, trabajar y levantar el Reino de Dios aquí en la tierra desata tormentas, y no precisamente las del agua. Pero Él nos invita a imitarle; ante las tormentas: tranquilidad, paz, confianza plena... No estamos ante una causa humana sino divina, estamos en manos de quién todo lo puede. No puede haber lugar para el miedo, ni para que se turbe o titubee nuestra fe, dado que nosotros sí sabemos quién es Aquél que hasta el viento y la mar le obedecen.
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