Hoy es un día muy gozoso y alegre, pues celebramos la Solemnidad del Corpus Christi; celebración especial y querida donde las haya que siempre ha ocupado un lugar destacado en el calendario festivo de nuestros pueblos y parroquias, ciudades y villas, instituciones religiosas y monasterios, a lo largo y ancho del orbe católico. Los creyentes siempre nos hemos esforzado en distinguir este día de muchas formas: con la procesiones, alfombras florales, banderas; niños de primera comunión lanzando pétalos de rosa al paso del Santísimo... Todo para dar sentido a la esencia de nuestra fe y mandato del Señor: la conmemoración de su presencia real en el Sacramento de la Eucaristía.
No hacemos las cosas por rutina, ni para que los niños primocomulgantes tengan un día bonito, ni por "tradición"... Si vivimos esta jornada de forma intensa y le dedicamos anualmente tantas horas y preparamos con tanto esmero -como es el caso de la obra de arte del tapiz de colores de las floristas- lo hacemos con la alegría del que sabe que es para el Rey de Reyes y Señor de los Señores (que también recordamos con la Marcha Real) que por amor se queda entre nosotros en la eucaristía.
Qué alegría me da ver a diferentes horas del día a personas de todas las edades, clases, condiciones e ideologías acercarse a la Iglesia cuando está abierta o a tras la reja de la puerta principal para visitar al Señor que desde el Sagrario mira a nuestro pueblo, nos bendice con su presencia y aguarda nuestro encuentro con Él. A veces la oración es algo más sencillo de lo que uno piensa, unas veces vamos a contarle nuestras cosas, otras a dejarnos llenar de su presencia. Aunque la mayor lección es la de aquel anciano labrador del pueblo de Ars, que sin saber leer ni escribir dedicaba cada día una hora a orar ante el Sagrario, y cuando el párroco le preguntó qué rezaba le reveló su secreto: "Él me mira, y yo le miro".
La palabra de Dios de este día nos acerca al misterio de la Eucaristía que celebramos todos los días, pero donde nos detenemos hoy de forma pausada para tomar conciencia de que nunca nos deberíamos acostumbrar a ella, sino que hemos de sorprendernos cada día del privilegio que el Señor nos hace de contarnos como invitados a su mesa, en la que compartir su palabra y recobrar fuerzas comulgando con su cuerpo y su sangre. En la primera lectura del libro del Éxodo nos encontramos a Moisés que ha bajado del monte tras vivir una experiencia de encuentro personal con Dios. Esto es lo que él quiere transmitir a su pueblo: que el Señor busca un acercamiento, establecer una alianza y sellar un pacto. Es el anticipo de la prefiguración eucarística donde el mismo Dios sigue viviendo a nuestro encuentro. Es éste el banquete de fiesta que celebraron los israelitas para ratificar su alianza. Por medio de Cristo se sella su nueva alianza comprando nuestro rescate del pecado y de la muerte con su sangre, y que nos recuerda igualmente el salmista: ''Alzaré la copa de la salvación, invocando tu nombre Señor''.
Este sacrificio de la propia vida del Señor nos lo expone de forma muy concisa la epístola de San Pablo a los Hebreos. Lo que la carne de tantísimos animales sacrificados de forma expiatoria no logró obtener, nos lo ha obtenido Jesucristo, ''el Cordero de Dios'' ofrecido, sacrificado y muerto por nosotros. Nunca perdamos de vida la dimensión sacrificial de la eucaristía, algo que con frecuencia nos recuerda el Papa Francisco: ''la misa no es una fiesta, sino estar en el Calvario''. Jesús con su inmolación nos alcanza la redención ''de una vez para siempre''. La eucaristía por ello, nos lleva a contemplar la pasión, muerte y resurrección del Señor; es un canto de amor y redención.
Finalmente, el evangelio de este domingo nos presenta por medio del evangelista San Juan los preparativos de la última cena del Jueves Santo, cuando Cristo lega sacramentalmente este tesoro a la Iglesia. Es sobrecogedor que desde el siglo I tengamos noticias de que los primeros cristianos hicieron suyo el deseo del Maestro: ''haced esto en memoria mía''. Cada domingo se reunían para compartir el pan de la vida y el cáliz de salvación, tal y como desde hace veintiún siglos venimos haciendo. En la eucaristía encontramos el motor que empuja toda nuestra vida y nos prepara ya aquí para la vida futura. A pesar de las pruebas, dificultades y contrariedades de nuestro día a día, encontramos en la Sagrada Comunión -si la recibimos en gracia de Dios- la luz única que no nos dejará exentos de las pruebas, pero que buen seguro disipara las oscuridades que estas envuelvan y nos harán enfrentarlas reconfortados.
Igual que quiso el Mesías que sus discípulos preparan con mimo y detalle aquella primera eucaristía, hemos de prepararnos nosotros cada día interiormente para saborear el cenáculo que esperamos y donde tenemos un sitio reservado entre los predilectos de Jesús. Unida a esta celebración, la Iglesia en España vive la Jornada del Día de la Caridad, dado que "el Corpus" es la celebración identitaria de nuestras "cáritas" parroquiales y diocesanas. El Señor después de partir el pan y antes de que su propio cuerpo fuera partido, nos dejó el mandamiento del amor. Por eso vamos a los necesitados no desde una ideología o sentimentalismo social y solidario cualquiera, sino desde la "cáritas" -corazón- con certeza de que Cristo está presente realmente en su cuerpo, sangre, alma y divinidad sobre la mesa del altar, y donde nosotros nos alimentamos y tomamos fuerza para ir al encuentro de las pobrezas y miserias de nuestro mundo. No terminemos la eucaristía al salir del templo, que el Señor impregne nuestra vida y la de tantos que se cruzan con nosotros. Que desde la digna y merecida memoria de los que nos transmitieron la fe y procesionaron con nosotros de alma y traje blanco por las calles de España oliendo a helecho, espadaña y pétalos de rosa, vean en nosotros el testimonio alegre que sólo nos puede dar el alimento del Pan bajado del Cielo.
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