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martes, 6 de abril de 2021

El sepulcro está vacío. Por Rodrigo Huerta Migoya

Todos alguna vez en la vida hemos llorado ante un sepulcro al decir adiós a un ser querido, al perder a alguien que amábamos y al quien estábamos unidos. Alguno dijo que lo peor de un sepelio son los comentarios postreros, y es verdad; cuando se hace palpable la poca fe tenemos en la resurrección. Adauge nobis fidem: sí auméntanos la fe Señor, que sepamos vivir la perplejidad de la experiencia del sepulcro vacío. Que el asombro de la tumba abandonada rompa nuestros silencios, nuestros viejos esquemas y vacíe los propios sepulcros de nuestra existencia. Igual que moriste una vez para siempre, vives ahora por siempre. Sólo Tú, Señor, has hecho de un lugar de muerte y llanto un espacio de vida y gozo. Quién pudiera madrugar para ir al sepulcro y encontrar en el suelo los lienzos que cubrieron tu cuerpo y descubrirte no como hortelano, sino como Señor de vivos y muertos.

Seguramente que como les ocurrió a las mujeres en aquel primer día de la semana, nos pasa a nosotros con frecuencia; vamos hacia una meta preocupados de más detalles pasajeros que de la meta en sí. Iban al sepulcro del Señor, pero lo que a ellas les preocupaba era cómo harían para entrar a tratar el cadáver; quién les movería la piedra, si encontraría ayuda... Así somos nosotros: despistados y perdidos en tantas realidades pasajeras y sin importancia, que olvidamos lo esencial. Así constatamos cómo ''los planes son del hombre; la palabra final la tiene el Señor'' (Prov 16,18). Efectivamente, la piedra de la entrada estaba corrida, el sepulcro estaba abierto y completamente vacío. Ahí sigue... 

Empiezan las carreras para avisar a los apóstoles, después para que éstos vayan a ver qué había ocurrido... Allá van Juan y Pedro, la cabeza de la Iglesia y el discípulo amado: ¡la tumba estaba vacía! En el suelo quedan los frascos de los aceites y especias con lo que querían ungir sus restos mortales, y en el ambiente la emoción desbordada de aquellas sencillas mujeres que el Señor quiso que fueran las primeras en tener conocimiento de su triunfo. Ellas no iban buscando al Resucitado, sino que iban a la búsqueda de un muerto que resultó estar vivo. 

Ya no tenemos miedo a la muerte como nuestro propio final, conscientes de que el Señor -como reza la liturgia- ''al descansar tres días en el sepulcro dio a toda sepultura un carácter de espera en la esperanza de la resurrección''. Cumplió su palabra: "así como Jonás estuvo en el vientre de la ballena durante tres días, el Hijo del hombre estará tres días y tres noches en el seno de la tierra" (Mt 13, 38-40). Creemos en la resurrección de la carne, confiados en el juicio misericordioso del Supremo Juez cuando se aplique a nosotros mismos la profecía de Ezequiel: ''Y, cuando abran vuestros sepulcros y os saque de vuestros sepulcros, pueblo mío, sabréis que soy el Señor'' (Ez 37, 13). 

La resurrección de Jesucristo no sólo nos llena de alegría, sino que echa por tierra nuestras contiendas personales, que ya no tienen sentido. El saludo y deseo de Cristo vivo es este: ''la Paz con vosotros''; por eso la liturgia de la Iglesia hace suyo este saludo para todas las celebraciones del año -a excepción del Viernes Santo- consciente de que la presencia del Resucitado en medio de nosotros nos llena de Paz y da sentido a nuestras vidas: "La Paz esté con vosotros", y dos mil años después seguimos "en guerra". En Jerusalén está el sepulcro vacío del Señor donde se palpa la tristeza y el anti testimonio de la división entre cristianos por ver quién tiene más derechos sobre la losa en la que descansó nuestro Salvador. ¡El de todos! 

Los lienzos mortuorios, la mortaja, el sudario,  nos hablan de cómo la vida venció a la muerte, de cómo se ha convertido este sepulcro en el más famoso de la historia de la humanidad, precisamente por lo que no tiene dentro, por estar vacío. Jesús vive, pero su existencia ya no está sometida a la caducidad; ni al tiempo, ni al espacio, ni a la nada. Vive por los siglos y se hace presente en cada momento de la historia, pues en cada eucaristía vuelve a desearnos su Paz, a explicarnos su Palabra y partirnos su Pan. 

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