Celebramos ya el segundo domingo de Pascua, con el que concluimos la Solemne Octava que hemos vivido estos pasados días como extensión del propio Domingo de Resurrección, que no sólo se prolongará a lo largo de la cincuentena pascual que concluiremos en Pentecostés, sino que su eco se reproducirá cada Domingo del año litúrgico.
Nos encontramos en el Domingo llamado de la Divina Misericordia, instituido por San Juan Pablo II en el año 2000 en torno a las celebraciones del gran Jubileo, cuando el 30 de abril del mismo en la beatificación de su paisana Santa Faustina Kowalska, anunció al orbe católico esta decisión. Esta religiosa polaca ya había escrito en su diario redactado a partir de numerosas experiencias místicas, lo siguiente: "Deseo que la Fiesta de la Misericordia sea un refugio para todas las almas, y especialmente para los pecadores pobres. Ese día, las profundidades de Mi tierna misericordia estarán abiertas. Vierto todo un océano de gracias sobre esas almas que se acercan a la fuente de Mi misericordia'' (Diario nº699).
En este día queremos ver a Jesús así, resucitado, de cuyo costado brota el agua y la sangre que nos salva y redime del pecado. No hemos de olvidar que ''es eterna su misericordia'', que nuestro Dios es ante todo amor y perdón; que los que fallamos somos nosotros cuando le damos la espalda y no acudimos a su llamada redentora. Jesús Resucitado va al encuentro de los suyos; es aquí donde tiene lugar el episodio del evangelio que hemos proclamado. Veamos un detalle hermoso: los discípulos estaban reunidos en la que podríamos señalar como la primera eucaristía dominical, eran conscientes de que lo ocurrido el domingo anterior era tan grande que no podía caer en el olvido, sino actualizarse en la fracción del pan como les había enseñado y mandado Jesús antes de padecer. No es algo baladí, tengamos presentes que eran judíos fieles al "sabbat" y, sin embargo, la resurrección de Cristo les llevó a cambiar su calendario y programación. Ahora es el domingo el día del Señor, pues si el sábado era la jornada en que los judíos recordaban la misericordia de Dios al haberlos creado todo de la nada, más aún la resurrección es el exponente de misericordia al caer en la cuenta de que Jesucristo en ella nos ha redimido.
El Señor se presenta con el saludo de la Paz, y a continuación "sopló" sobre ellos. Igual que sopló Dios en el relato del Génesis al crear al hombre del barro. El Señor nos regala su Espíritu para superar nuestros miedos y cobardías y poder ser testigos valientes de Cristo vivo. Es hora de dejar atrás el pasado pesimista y centrarse en una nueva creación, en una nueva vida, en nuevo mundo de personas renovadas y "resucitadas". Hablan aquí los exegetas del comienzo del nuevo Israel; es decir, es la hora de iniciar su apostolado los judíos que creen que Jesús Resucitado es el Mesías esperado desde antiguo. El nuevo Israel estaba secuestrado por el antiguo, lleno de cargas e imposiciones absurdas, anacrónicas y atenazantes, por eso tenían ''las puertas cerradas por miedo a los judíos''. Es a lo que viene el Resucitado, a abrir puertas y ventanas y llenarlos de fuerza para el testimonio valiente, a enviarlos a las periferias del mundo: ''como el Padre me ha enviado, así os envío yo''.
Jesús Resucitado les regala el Espíritu Santo, y es que no podrá haber Pentecostés sin Pascua. El Señor confía -instaura- el sacramento de la reconciliación a los apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Nuevo soplo de Dios sobre nosotros buscando nuestra redención, para que la mancha del pecado no deteriore la obra de la Creación y culminar así en el camino nuestro destino de santidad. Sólo por el perdón y la misericordia podremos vivir en paz nuestra existencia pecadora, que a pesar de nuestras flaquezas y debilidades somos rendimos en seguimiento de las huellas de Cristo vivo.
No podemo omitir tampoco la escena del apóstol Tomás bien conocida de todos, sobre la que el Papa ha dicho algo muy hermoso: “Jesucristo no se aparece a su pueblo sin heridas; fue precisamente por sus heridas por las que al final Tomás pudo confesar su fe. Nosotros, que en ocasiones somos un poco "Tomás", estamos invitados a no disimular ni ocultar nuestras heridas. Una Iglesia con heridas es capaz de comprender las heridas del mundo actual; asumirlas, sufrirlas, acompañarlas y tratar de sanarlas. Una Iglesia con heridas no se coloca en el centro, no se considera perfecta, pero coloca en el centro al único que puede curarlas. Hemos de saber contemplar las llagas del Redentor, pero también las nuestras; las muescas y desgarros que el pecado deja en nuestro interior. Sólo cuando somos conscientes y reconocemos nuestras heridas y cicatrices es cuando sentimos la necesidad de ser perdonados y amados, cuando nuestro corazón necesita esponjarse y ensancharse en la reconciliación misericordiosa de Dios. Cuando comprendemos igualmente que por sus llagas hemos sido salvados. Descubrir la inmensidad del Amor de Dios en su abajamiento y anonadamiento por nosotros nos lleva a exclamar con Tomás: ''Señor mío, y Dios mío''....
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