No es debilidad por más que lo parezca. Hay que ser muy fuertes y tener mucho temple cuando se trata de mirar a otra persona con verdadera entraña. Así lo percibieron tantos al escuchar y ver al que no simplemente miraron y oyeron, sino que se dejaron conmover por sus hechos y palabras. Jesús suscitaba en todos ellos una finura que les permitía entrever que estaban delante de alguien diverso, un maestro diferente, que hacía y decía como quien tiene autoridad.
Tal vez era un gozoso contrapunto, que ponía en sordina lo que sufrían con otros maestros de Israel. Ellos les cargaban con normas interminables que no buscaban ordenar la vida sino fiscalizarla, que pretendían no tanto liberar de todo lo que la esclaviza y engaña, sino tener bajo control la conciencia a través de sus legales marañas. Pero, de pronto, escucharon de aquellos labios de Jesús unas palabras de vida, que dejaban esponjada el alma y permitían de nuevo asomarse a un horizonte de esperanza. No porque ese maestro trajese rebajas, puesto que fue muy claro con los desmanes, las debilidades y las trampas, sino porque más allá de la debilidad de la condición humana, Él abría una posibilidad más grande que los tropiezos y caídas, precisamente en el gesto de ayudar a levantarlas, a lavarlas y a perdonarlas.
Es lo que en el lenguaje de los Evangelios se habla en torno a la autoridad y al autoritarismo, siendo éste la patología de aquélla. Porque el autoritarismo que sufrían en aquel pueblo sencillo por parte de los mandamases judíos era sofocante, aplastador, excluyente. Mientras que la autoridad que esa gente reconocía en Jesús, suponía un alivio, un respiro y una verdadera libertad. No era el “vale todo” del libertinaje lo que Jesús proponía como alternativa a tantas leyes leguleyas que amordazaban la vida y la conciencia, sino la misericordia entrañable que encendía luz en las tinieblas, orientaba rectamente lo que se extraviaba, y levantaba con la gracia del perdón a quienes habían caído en el pecado fruto de la debilidad y del engaño.
En este segundo domingo de pascua, celebramos precisamente un motivo auténticamente luminoso y pascual: la misericordia de Dios, que es como volver a experimentar aquella misma gozosa libertad liberadora que uno percibe cuando se pone a la escucha de Jesús y sus palabras de autoridad no autoritaria. Será San Juan Pablo II quien instaurará esta memoria litúrgica para el segundo domingo de pascua. Su compatriota Santa Faustina Kowalska, fue quien le inspiró una devoción que le acompañará toda su vida de estudiante, trabajador, sacerdote, obispo y luego papa. Y será precisamente el domingo segundo de pascua cuando entregaría su alma a Dios. Morir en el domingo de la divina misericordia fue un detalle último de delicadeza por parte de Dios y una confirmación de lo que en este domingo con inmenso gozo celebra la Iglesia.
En nuestro mundo tenemos tantos motivos para buscar y agradecer que se nos abra precisamente esa puerta. Son demasiados los escenarios en los que sufrimos tanta dureza inmisericorde, tanta nostalgia de una bondad y belleza para las que nacimos por haber sido creados como imagen y semejanza de Dios, siendo esto el mayor título de nuestra grandeza. Podremos a veces ser malos hijos ante ese Dios bello y bueno, pero nunca pobres huérfanos condenados a nuestra deriva caricaturesca y malvada. La misericordia es el bálsamo que cura nuestras heridas, el colirio que aclara la mirada, la vida regalada que permite que el corazón tenga latidos de esperanza. Esta es la fortaleza de Dios que redime nuestra debilidad humana. Somos hijos de esa gracia misericordiosa que cada día nos espera y nos abraza. Felices los que en este tiempo de pascua reestrenan con verdadera alegría tamaña bienaventuranza.
+Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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