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miércoles, 28 de abril de 2021

«Algo más que un ejercicio de filología y gramática»: primera traducción de la Biblia al asturiano

(Iglesia de Asturias) El pasado miércoles 21 de abril tuvo lugar, en el Real Instituto de Estudios Asturianos (RIDEA), la presentación de la primera traducción –una traducción «interconfesional»– de la Biblia al asturiano, editada por la Sociedad Bíblica y que supone la culminación de un trabajo que comenzó hace más de treinta años.

El Arzobispo de Oviedo, Mons. Jesús Sanz, autor del prólogo de la misma, afirma en el escrito que “Traducir a un lenguaje concreto la Biblia, es algo más que un ejercicio de filología y gramática, sino una manera de expresar la cercanía del Creador que hizo todo diciéndolo con su Palabra. No se traduce un texto arcano y arcaico, sino que se traduce el gesto y el texto de un Dios que nos habla. Que se dirige a nosotros para poner luz en nuestra penumbra, paz en nuestros conflictos y palabra de vida en nuestros mutismos”.

«Las gentes que vivimos en Asturias –afirma el Arzobispo de Oviedo en el texto introductorio– hablamos castellano, pero también nos expresamos al modo asturiano con un lenguaje propio de esta tierra, que ahora ve por primera vez todo el relato bíblico traducido en nuestro hablar local. Esta hermosa tierra, de gente noble, tiene un largo recorrido que no debe olvidar. Y en medio de nuestra geografía y nuestra historia, Dios se hace presente para comprender lo que Él nos ha dejado como Buena Noticia que volver a escuchar. Poder leer la Sagrada Escritura en la lengua asturiana, es como una nueva edición de cuanto sucedió la mañana de Pentecostés, a fin de que podamos escuchar las maravillas de Dios en la misma lengua en la que expresamos tantas veces nuestros amores, en la que lloran nuestras lágrimas o se dibujan nuestras sonrisas, y en la que guardamos los recuerdos o sueñan nuestros avatares».

Como aquella mañana en Jerusalén. 
Prólogo a la primera traducción de la Biblia al asturiano 

Cuando abrimos la Santa Biblia, nos encontramos con un relato que explica el origen de la vida. Más aún, hay dos relatos seguidos de la creación con los que comienza el libro del Génesis, y en donde se nos presenta a Dios como Creador que hizo las cosas… diciéndolas. Esta es la cualidad del hacedor de cada ser: “Dijo Dios… hágase” (cf. Gén 1-2). Sus labios creadores llaman a la existencia de las cosas. Así se llenará de asombro el salmista, cuando comparen a Dios con los ídolos: ellos tienen boca, pero no hablan (cf. Sal 115. 135). Esa obra que nace de los labios del Creador, se hace también arte de orfebre cuando se trata de crear al hombre, presentándonos a Dios que amasa con el barro a su mejor criatura, la única que con su semejanza se le parece. Dios hizo las cosas pronunciando su nombre, poniendo en la palabra la maternidad de cada ser. Asomado a su obra de arte, la encontró llena de bondad, llena de belleza también. El hombre y la mujer son un icono vivo de alguien más grande, que bondadosa y bellamente ha querido hacernos a Él semejables. 

Entre el hágase con el que comienza la historia de la creación en el Génesis y el amén con el que termina el Apocalipsis, sucede la historia que la Biblia nos narra. Una historia de salvación que tiene todos los registros: los más hermosos y los más torcidos, los más bondadosos y los más perdidos, en cuyas encrucijadas Dios nos ha ido educando, acompañando y sosteniendo. Todo comenzó con la Palabra que nos hizo. Cada uno de nosotros somos una palabra del Señor dentro de esa gran conversación que es la historia, aunque no pocas veces nos empeñemos en quedar mudos por decirnos demasiado a nosotros mismos y por no escuchar otras palabras hermanas, ni escuchar juntos los hablares de Señor. 

Esta es la novedad antigua y siempre por estrenar: que Dios ha hablado, que no ha dejado de hablar y de tantos modos nos ha dirigido su palabra. Dios nos lo dijo todo en su Hijo bienamado, como de modo misterioso se testifica a la orilla del Jordán (Mc 1,11) y sobre el monte Tabor (Mc 9,7). Era la Palabra por antonomasia en la que todo fue hecho (Col 1,16) y en quien todo fue dicho (Jn 1,1-3). Aquella Palabra aparentemente enmudeció en una muerte no fingida pendiendo de una cruz redentora (Filp 2,8). Pero esa Palabra vive y habla para siempre tras la resurrección. Jesús mismo nos pidió que guardásemos sus palabras (Jn 14,23), aunque la pequeñez frágil y vulnerable de nuestra vida hace que no siempre las entendamos o que fácilmente lleguemos a olvidar lo que a duras penas hemos entendido alguna vez. Por eso Él prometió el envío de un Espíritu Paráclito que viniese precisamente a enseñar y recordar cuanto el Maestro dijo: “el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os enseñará todas las cosas, y os recordará todas las cosas que os he dicho” (Jn 14, 26). 

La actitud de quien puede dejarse enseñar es la que coincide con el discípulo, siempre discípulo sin pretensiones de hacer carrera de maestro para llegar a la gran independencia falsamente adulta. Ante el maestro uno sólo se reconoce como discípulo que, sentado a sus pies, como María de Betania, escucha la enseñanza de su Señor (Lc 10,39). El Espíritu nos enseña esas cosas mostradas por el Maestro único que tantas veces permanecen ocultas e impenetrables, aunque las leamos, las estudiemos, las prediquemos. Somos discípulos de esa enseñanza inabarcable que coincide con la sabiduría de Dios, su manera de ver y enjuiciar las cosas, su forma de abrazar la realidad. 

La pequeñez frágil y vulnerable de nuestra humana condición, se manifiesta no en la incomprensión, sino en el olvido y en la traición a cuanto Dios “muchas veces y de muchos modos nos habló” (Heb 1,1). Jesús responde con esa promesa de su Espíritu: recordarnos todas las cosas que nos ha dicho. Recordar no es sinónimo de vuelta melancólica o sentimental a lo que fue y ha dejado de ser, a lo que tuvimos y que llegamos a perder. Recordar significa etimológicamente “volver a pasar por el corazón”: que el acontecimiento que una vez hizo latir nuestro corazón, y que la rutina aburrida y mediocre ha ido paralizando, vuelva a palpitar de nuevo. 

Esta enseñanza y este recordatorio es lo que nos constituye en discípulos del Maestro por antonomasia. No somos ignorantes olvidadizos cuando el Maestro Jesús no ceja en salir a nuestro encuentro con su Espíritu para enseñarnos y recordarnos la palabra que nos reveló. La historia cristiana es el lugar en donde esta promesa se ha venido cumpliendo como en un Pentecostés para cada generación. Siempre hay una palabra de Jesús que hay que entender en cada época, una palabra suya que volver a recordar. Y esto es lo que hace el Espíritu Santo que Jesús nos prometió: enseñarnos lo que no acabamos de entender y recuperar lo que habiéndolo entendido se ha podido olvidar. 

Esa enseñanza se hace permanente comunicación en la fiel presencia del Hijo de Dios en nuestra historia. Una Palabra que se hace voz en nuestros lenguajes, esos que Dios mismo quiso aprender para que pudiésemos entender su mensaje. Los primeros cristianos fueron divulgando la Buena Noticia a través de las distintas lenguas que iban encontrando en su expansión misionera hasta los confines del mundo. Es lo mismo que el Espíritu hizo en aquella mañana primera de Pentecostés, cuando suscitó en los discípulos de Jesús la cualidad de hablar lenguas e idiomas de todos los que habían llegado desde todo el mundo conocido. Todo pudieron escuchar en su propio lenguaje las maravillas de Dios (Hch 2, 1-25).

 Traducir a un lenguaje concreto la Biblia, es algo más que un ejercicio de filología y gramática, sino una manera de expresar la cercanía del Creador que hizo todo diciéndolo con su Palabra. No se traduce un texto arcano y arcaico, sino que se traduce el gesto y el texto de un Dios que nos habla. Que se dirige a nosotros para poner luz en nuestra penumbra, paz en nuestros conflictos y palabra de vida en nuestros mutismos inertes y enmudecidos. 

Las gentes que vivimos en Asturias hablamos castellano, pero también nos expresamos al modo asturiano con un lenguaje propio de esta tierra, que ahora ve por primera vez todo el relato bíblico traducido en nuestro hablar local. Esta hermosa tierra, de gente noble, tiene un largo recorrido que no debe olvidar. Y en medio de nuestra geografía y nuestra historia, Dios se hace presente para comprender lo que Él nos ha dejado como Buena Noticia que volver a escuchar. Poder leer la Sagrada Escritura en la lengua asturiana, es como una nueva edición de cuanto sucedió la mañana de Pentecostés, a fin de que podamos escuchar las maravillas de Dios en la misma lengua en la que expresamos tantas veces nuestros amores, en la que lloran nuestras lágrimas o se dibujan nuestras sonrisas, y en la que guardamos los recuerdos o sueñan nuestros avatares. 

Dios se hizo Palabra, y esa voz es la que nuestros hablares le prestan gratuitamente para que podamos hacer nuestra la vida que Él nos regala inmerecidamente. 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm 
Arzobispo de Oviedo

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