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domingo, 28 de febrero de 2021

Caminaré. Por Joaquín Manuel Serrano Vila



Domingo segundo de Cuaresma. Seguimos avanzando en el camino que acompaña al Señor en su subida a Jerusalén. Somos caminantes, y todo camino tiene sus dificultades como el propio camino de la vida, más éste no lo hacemos solos sino que el Señor camina a nuestro lado. En este contexto San Marcos nos presenta hoy la subida al Tabor y la transfiguración como anticipo de lo que nos espera al final del camino temporal y tras nuestras subidas y serpenteos hacia la cima.
 
El fragmento de epístola de San Pablo a los Romanos apenas cuatro versículos que condensan una gran riqueza y profundidad. Vemos en este texto cómo se hace presente en toda la vida de Cristo el amor de Dios. El Apóstol hace un canto, un himno que ensalza la grandeza de este Amor precedido de un formulario de preguntas cuya respuesta es evidente. Es tiempo de mirar a la cruz; al hilo del texto hemos de preguntarnos si podemos quejarnos nosotros de los contratiempos de nuestra vida cuando el mismo Dios no se reservó a su único hijo, sino que lo entregó hasta el sacrificio máximo de la cruz. No hay amor más grande que dar la vida, pero la muerte de Cristo es redentora; esta es la Teología y Cristología de la cruz. Aún hoy sigue siendo "escándalo" para unos y "necedad" para otros. Queda claro que el amor de Dios por sus criaturas está por encima de cualquier cálculo humano o racional que podamos hacer. No se reservó ni a su propio Hijo, sino que consintió su muerte para darnos vida, y ello sigue siendo un reto para nuestra fe.

La exégesis nos presenta el paralelismo entre la lectura del Génesis y el Evangelio, donde unos caminantes avanzan hacia una meta. En primer lugar, Abrahán con Isaac que se dirigen al monte Moria; los apóstoles, Pedro, Santiago y Juan que se encaminan con Jesús a lo alto del Tabor. El texto de Pablo nos ayuda a interiorizar el sacrificio del Hijo de Dios, y está en relación con este pasaje del Antiguo Testamento donde el Señor pide a Abrahán que sacrifique a su hijo Isaac como prueba de su fe. Finalmente no es necesario que la sangre de Isaac sea derramada, como si lo será la de Jesús.

La enseñanza que nos regala Abraham es un referente para nuestra cuaresma; hacemos este camino conscientes de la prueba que supone para nosotros renunciar a nuestras cosas y confiar más en las de Dios. Es un tiempo para poner en práctica las virtudes teologales: la fe desde la oración (en lo escondido), la esperanza desde el ayuno (de tantas cosas), y la caridad desde la limosna (sincera y secreta). Se nos pide tener fe; confiar y darle a Dios aquello que nos plantea aunque nos parezca un imposible. Todo ascenso a una montaña supone un desgaste, un cansancio, un esfuerzo, pero a la vez esto fortalece nuestra musculatura. La Cuaresma es un entrenamiento de purificación interior mientras peregrinamos por la vida mirando a la meta de la cumbre donde encontrarnos con el Señor. 

El evangelio de la Transfiguración que proclamamos siempre el segundo domingo de Cuaresma es el anticipo la Pascua del Señor y la prefiguración de la Pascua eterna. Jesús lleva a estos tres discípulos al monte precisamente entre el primer y el segundo anuncio de su Pasión. Supone una ayuda para aquellos esta experiencia para acabar de entender que la misión del nazareno iba más allá de los límites de este mundo. Jesucristo les hace partícipes de la visión de su transfiguración, de su luz, del misterio de Dios del Él que participa. Los apóstoles quedan maravillados, saborean la presencia del Altísimo en su interior vislumbrando la antesala pascual por lo que ya ni siquiera querían bajar del monte: «Maestro, ¡qué bien se está aquí!... Qué bien se está cuando estoy contigo, cuando comprendo tu llamada, cuando mi fe se activa y mi alma está llena de Tí...

En la visión estaban Moisés y Elías dando respaldo a la acción del mismo Cristo que había afirmado: No he venido a abolir la ley y los profetas, sino a darle plenitud. Ante esta teofanía donde Jesucristo es flanqueado por dos de las grandes figuras del Antiguo Testamento volvemos a escuchar la voz del Padre como ocurriera en su bautismo en el Jordán. El Padre Eterno se pronuncia igualmente en el monte Tabor: «Este es mi Hijo amado; escuchadlo». Plenitud en Cristo del Antiguo y Nuevo Testamento... Al bajar del monte el Señor les pidió a los tres que no contaran nada de lo ocurrido hasta que Él resucitara de entre los muertos. Muy interpelados siguieron el camino descendente que les acercaba de nuevo a la vida real, a Jerusalén donde se dará plenitud a su experiencia. Quiera el Señor que estas semanas nos sirvan para transfigurar nuestro corazón y prepararnos para resucitar con Cristo en su Pascua, y escuchando también al Salmista caminar siempre ''en presencia del Señor''. 

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