(Rel.) Un irracional odio se ceba en las últimas semanas sobre figuras históricas de la talla de Cristóbal Colón o de San Junípero Serra. Se cuestiona la civilización cristiana en su conjunto alimentando la Leyenda Negra contra la conquista y evangelización de América, pero al mismo tiempo eso sirve para rescatar para el recuerdo personajes de magnitud no menor a los anteriores, transmisores de cultura no menos que de fe.
No hace mucho Francisco firmaba el decreto de virtudes heroicas del Padre Kino, célebre jesuita evangelizador de Arizona. Y un reciente libro de Pedro Fernández Barbadillo, Eso no estaba en mi libro de Historia del Imperio Español (que incluye un apasionante análisis de la ''diplomacia inmaculista'' de la Corona) pone en valor una personalidad singular y característica de la obra de España en América en el siglo XVI: el beato Sebastián de Aparicio (1502-1600).
De Sebastián de Aparicio se llegaron a contabilizar en 1608, en la primera investigación abierta tras su muerte, nada menos que 590 milagros y favores. Y en el proceso apostólico llevado a cabo entre 1628 y 1630, que desembocaría en su beatificación por Pío VI en 1789, esa cifra supera ya los mil doscientos.
Muchas cosas se pedían al cielo por su intercesión, porque se le había conocido como lo que fue: un empresario carretero inmensamente rico -puro olfato comercial en una persona que fue siempre analfabeto, lo que le impediría ser ordenado sacerdote- que acabaría como limosnero y otras humildes tareas en un convento franciscano, tras donar su fortuna e ingresar como fraile, ya anciano, tras enviudar dos veces. Es el santo protector de los conductores de cualquier tipo de vehículo por tierra, mar y aire.
Así nos lo presenta Fernández Barbadillo, de cuyo libro reproducimos algunos párrafos.
Sebastián de Aparicio, un multimillonario franciscano
(...) Nació en Gudiña, y era el tercer hijo de Juan Aparicio y Teresa del Prado y el primer varón. No fue a la escuela, sino que aprendió los oficios del campo y el catecismo.
Adolescente, emigró al sur para ganarse la vida. Primero a Salamanca, al servicio de una viuda joven y rica, que le requirió de amores. Luego, a Zafra, donde sirvió a Pedro de Figueroa, pariente del duque de Feria. Allí, una hija de su señor también se le insinuó. Aparicio rechazó a ambas. Como ya sabía gobernar una casa y tenía grandes virtudes, pasó entonces a servir en una de las familias principales de Sanlúcar de Barrameda. En los siete años siguientes ganó tanto dinero que pudo pagar las dotes de sus hermanas mayores.
Comenzada la treintena, en 1531, el año de las apariciones de la Virgen de Guadalupe a Juan Diego, Aparicio se embarcó para la Nueva España y se avecindó en la recién fundada Puebla de los Ángeles. Allí, en vez de buscar trabajo como criado o mayordomo de alguno de sus compatriotas más poderosos, se convirtió en empresario.
Él y un carpintero paisano suyo montaron una de las primeras empresas de transporte de América, si no la primera. (...) Dirigía los convoyes, buscaba arrieros y hasta diseñaba los caminos.
En 1542, Aparicio se marchó solo a México. Solamente cuatro años más tarde, se descubrieron las enormes minas de plata de Zacatecas, a seiscientos kilómetros al norte de la capital. La ciudad que se empezó a levantar necesitaba de todo y allí estaba el empresario gallego. Su flota de carretas circulaba entre Zacatecas y México transportando viajeros, alimentos, herramientas y mineral de plata. Incluso hizo de diplomático para persuadir a los chichimecas de que no atacasen sus convoyes. Su bondad y su honor le ganaron la amistad de estos indios tan belicosos.
(...) A los cincuenta años de edad, a nuestro personaje se llamaba «Aparicio, el Rico». De criado, a empresario; y de empresario, a rentista. Sebastián vendió su negocio y compró una hacienda ganadera en Tlanepantla, cerca de México.
Pero en vez de dar fiestas y derrochar, atendía a todos los pobres y viajeros que se le acercaban. Vestía con modestia, comía lo mismo que sus criados y dormía sobre un petate; además, rezaba el rosario a diario. (...)
Después de pasar una enfermedad tan grave que recibió los últimos sacramentos, a los sesenta años, por fin contrajo matrimonio con la hija de un vecino de Chapultepec. La joven murió en el primer año de matrimonio. Aparicio devolvió los dos mil pesos de la dote a sus padres.
En 1567, realizó nuevas nupcias con María Esteban, «una indita noble y virtuosa», hija de otro amigo. Pero la joven también murió pronto al caerse un árbol mientras recogía fruta. Igualmente, devolvió la dote a sus padres.
De ellas, dijo el casto viudo que «había criado dos palomitas para el cielo, blancas como la leche.»
Con setenta años, «Aparicio, el Rico» descubrió su verdadera vocación: la de consagrado. Su confesor le propuso que ayudara a las clarisas recién instaladas en México y Sebastián no solo les dio dinero, sino que además se puso a su servicio como donado, portero y mandadero. A finales de 1573, donó a las clarisas ante notario toda su fortuna, cuyo valor rondaba los veinte mil pesos, y él solo se reservó mil pesos por consejo de su confesor por si no perseveraba.
En junio de 1574, tomó el hábito franciscano en el convento de la orden en México y se dedicó a los trabajos más humildes, como barrer y cocinar. (...) El noviciado no fue agradable, pues los franciscanos dudaban de si podría aguantar a su edad la dureza de la regla. (...)
El 13 de junio de 1575, Sebastián de Aparicio ingresó en la orden franciscana. Y otro fraile firmó el acta por él, pues seguía siendo analfabeto. Su primer destino fue el convento de Santiago de Tecali, a unos treinta kilómetros de Puebla, al que fue andando. Poco después, sus superiores le mandaron regresar a Puebla y le encargaron la misión de recorrer la región con una carreta para pedir y recoger donativos, con los que mantener el convento de las Llagas de Nuestro Seráfico Padre San Francisco, donde había más de un centenar de frailes, más los alumnos del colegio, los enfermos y los hermanos de paso.
De esta manera, «Aparicio, el Rico» se convirtió en el «Fraile Carretero.» Ejerció de limosnero los últimos veintitrés años de su vida y tuvo que dormir al raso, viajar con lluvia, frío y calor… y nunca se quejó, entre otros motivos porque decía que recibía favores del Cielo. En una ocasión, un ángel le había sacado la carreta del barro.
Este era su modo de vida: «Lo que yo hago es hacer lo que me manda la obediencia: duermo donde puedo, como lo que Dios me envía, visto lo que me da el convento; pero lo mejor es no perder a Dios de vista, que con eso vivo seguro.»
Falleció a los noventa y ocho años, en febrero de 1600 y su cuerpo encuentra depositado en una urna de cristal en el convento franciscano de Puebla. Era tan grande su fama de santidad que, como señala el padre José María Iraburu, en 1603 Felipe III encargó al obispo de Tlaxcala que se escribiese su vida y al año siguiente, el rey recibió la biografía redactada por fray Juan de Torquemada. En el proceso que la Iglesia abrió sobre él al poco de morir, declararon quinientas sesenta y ocho personas, varones y mujeres, españoles, indios y esclavos. Se le declaró beato en 1789.
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