Era un hombre eslavo, que venía de detrás de los telones más acerados, apoyado sobre un cayado que culminaba en la cruz de Cristo, se asomó al mundo entero en aquella mañana de octubre de 1978, cuando comenzaba su joven pontificado que llegaba desde su Polonia natal. Traía en la trastienda de su mirada tantos horrores vividos en su patria en la guerra y luego en la dictadura comunista, pero palpitaba en su corazón la esperanza que es más fuerte que la muerte y que la nada. Yo comenzaba la teología en el seminario cuando quedé desde entonces prendado de su grito de paz al escuchar aquellas sus primeras palabras que desde siempre me han acompañado: «¡No tengáis miedo, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura, de la civilización y del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo conoce lo que hay dentro del hombre. ¡Sólo Él lo conoce!».
¿Cómo se llaman hoy nuestros miedos? Cuando nos movemos en una lenta e incierta carrera de normalización de nuestra vida tan confinada por las pandemias y tan asustada por la crisis económica y laboral que nos abruma, es un bálsamo en las heridas y temores, escuchar ese grito de paz que nace de un corazón lleno de la esperanza que no defrauda.
Estamos celebrando un centenario, porque se han cumplido los cien años del nacimiento de Karol Wojtyla, San Juan Pablo II. Y cuanto más tiempo pasa desde que se despidió de nosotros, más se agranda su estatura de grandeza humana y moral, su estatura magna de santidad cristiana. Podemos decir que no sólo fue alguien genial o un pensador sólido, ni únicamente nos asombra su profunda fe de vieja y cristiana raigambre, sino también su humanidad conmovedora, su solicitud ante las heridas
de los hombres, su arrojo valiente en la denuncia de todo cuanto ofende a Dios y destruye a los hermanos, su amor a la Iglesia. Ahí está todo ese inmenso perfil, la grandeza de alma, el providencial regalo con el que Dios ha bendecido a la Iglesia de esta época, a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Y, como acaba de recordar Benedicto XVI, él podrá pasar a la historia con el título que otros dos papas han gozado: magno. Al igual que la noche de su viaje al cielo el pueblo sencillo proclamaba con ese sentido de los fieles (sensus fidelium): Santo súbito (Santo pronto, enseguida), ahora decimos también Magno, súbito (Grande, enseguida). La Iglesia lo tomó en serio haciendo los deberes debidos para verificar si era cierto lo que el Pueblo de Dios ya había intuido. Poco a poco llegaron, primero la beatificación con Benedicto XVI, y luego la canonización con Francisco.
Fue una expresión preciosa en la homilía que pronunció el cardenal Ratzinger durante las exequias de Juan Pablo II, que hoy cobra un significado mayor en las fechas del centenario de su nacimiento: «Podemos estar seguros de que nuestro amado Papa está ahora en la ventana de la casa del Padre, nos ve y nos bendice. Sí, bendícenos, Santo Padre. Confiamos tu querida alma a la Madre de Dios, tu Madre, que te ha guiado cada día y te guiará ahora a la gloria eterna de su Hijo, Jesucristo Señor nuestro». Esto es lo que pedimos que haga por cada uno de nosotros.
El Papa Francisco lo recordaba en la misa que ofició en la fecha del centenario, 18 mayo: las huellas que San Juan Pablo II nos ha dejado son su profunda vida de oración, su amor por la justicia y la cercanía a la gente. Tres muestras bellas de un gran pastor bueno, que Dios nos ha dado como regalo en esta época, en San Juan Pablo II, el Magno.
+ Jesús Sanz Montes,
Arzobispo de Oviedo
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