Nos encontramos en el tercer domingo de cuaresma, domingo un tanto distinto, quizá de los más extraños que recordemos al celebrar como cristianos el día del Señor en una situación social y sanitaria tan delicada en nuestro país. Sin embargo, las circunstancias excepcionales que nos rodean no nos impidan -sino todo lo contrario- lo que respecta a nuestra relación personal con el Señor, que incluso hemos de intensificar en este contexto.
La Palabra de Dios proclamada este domingo nos presenta una realidad humana muy habitual: la desconfianza. Cuando nos aventuramos a realizar una caminata de grandes dimensiones a menudo nuestras fuerzas flaquean, dudamos de si nuestro cuerpo será capaz de llegar al final del trayecto, y es entonces cuando aparecen los pensamientos de flaqueza y duda; dar la vuelta o directamente suspender al pensar lo bien que estaba yo en las comodidades de mi rutina. Es lo mismo que le pasa al pueblo de Israel como vemos en la primera lectura: aunque vivían esclavos en Egipto estaban ya tan cansados de peregrinar por el desierto siguiendo los pasos de la tierra prometida que añoraban y no llegaba, que se habían acomodado hasta en la esclavitud. En el fondo, el pueblo israelita está profesando la desconfianza hacia la promesa de Dios y la guía de Moisés. Encarnan nuestra débil condición humana y nuestra naturaleza pecadora. Y es que a menudo preferimos vivir esclavos del mal que fiarnos del Señor y seguir con valentía el largo camino de la vida lleno de pruebas, privaciones y penitencias, las cuales en el fondo nos ayudan a vivir con radicalidad el Evangelio y a encaminar nuestras almas a la eternidad.
Esta murmuración, este añorar el pasado cómodo lo hace el pueblo de Israel -según nos dice el Libro del Éxodo- por la sed; por ello el Señor vuelve a mostrarles su poder golpeando una roca con el mismo bastón con el que había separado las aguas del Mar Rojo haciendo brotar una fuente en pleno desierto. Y este hecho ocurre en un lugar geográfico concreto que se llamaría desde entonces Masá y Meribá.
En la Sagrada Escritura se alude a menudo a este episodio, y es que cuando se habla de Masá y Meribá no se habla expresamente del milagro de la fuente, sino del pecado por la duda y desconfianza del pueblo. El salmista se refiere concretamente a este pasaje al decir: no endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto; esto es, vivir confiados en el Señor, con el corazón esponjado y esperanzado y no esperando siempre tener el futuro perfectamente calculado y medido, sino poniéndonos en sus manos.
Y San Pablo completa esta primera idea con sus claves siempre tan oportunas: hemos recibido la justificación por la fe; la esperanza no defrauda; el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones... ¿Cómo es posible desconfiar de Dios cuando no ha dejado ni deja de darnos continuas muestras de su amor por nosotros? -Dios no abandona a su pueblo-. No es éste un pecado del tiempo de Moisés, sino que también nosotros desafiamos a Dios al no confiar plenamente en Él. ¿Acaso muchas veces no le pedimos directa o indirectamente que nos dé pruebas de su poder o de su amor, y le exigimos otras tantas que haga fluir fuentes en nuestros desiertos sólo por puro egoísmo e interés?
Y esto lo vemos tan bien resumido en el encuentro y el diálogo de Jesús con la Samaritana junto al pozo de Sicar, donde ya el mero texto del evangelio es una catequesis magnífica para el momento que nos toca vivir.
En primer lugar es Jesús el que va, el que toma la iniciativa y le pide a la samaritana que le dé de beber. Siempre es Él quien da el primer paso aunque tratemos de autoconvencernos de lo contrario.
Otro aspecto es la actitud inicial de la Samaritana y cómo ésta cambia en el encuentro; de entrada desconfía de Jesús, es reacia y distante recordándole el antagonismo entre samaritanos e israelíes. Una vez que se entabla el diálogo se va transformando, y es que quien descubre y se encuentra con Jesús no queda como estaba, sino que es una persona nueva.
Jesús conocía igualmente la vida de aquella mujer de Samaría, sabía que su vida había sido desastrosa cuando le pregunta por su marido; no sólo aprovecha Jesús para revelarse como quien en verdad es, sino que, sobre todo, le estaba haciendo ver que no la rechazaba ni la condenaba, que la amaba con todo lo malo y bueno que llevaba a sus espaldas. Cristo nos quiere como somos, bueno y malo, pero esto no quiere decir que vale todo, sino que lo que valora Dios es que sepamos dejar atrás el mal camino y avanzar hacia Él sin mirar atrás. Que sintamos la necesidad de perfección y purificación tras haberle encontrado junto al pozo de nuestra miseria y rutina.
Por último, en el diálogo de Jesús con la mujer hay dos realidades que se contraponen y al mismo tiempo se complementan, el agua física y el agua espiritual. El Señor apunta hacia un plano espiritual mientras que la samaritana -en la reflexión puramente humana que a todos nos condiciona inicialmente- se quedaba sólo en el plano terrenal hasta que cae en la cuenta de Él le hablaba en clave trascendente. Es entonces cuando ésta hace suya ese deseo y oración: Señor dame de esa agua...
Dada la situación en la que nos encontramos con nuestras parroquias cerradas, confinados en casa, entenderemos mejor que nunca que hay una sed mayor que la que puede calmar un vaso de agua: la sed de Dios que nuestra alma experimenta cuando Cristo ha ocupado el lugar que le corresponde en mi existir, y cuando compruebo mi pequeñez y mi profunda necesidad de Él.
Dada la situación en la que nos encontramos con nuestras parroquias cerradas, confinados en casa, entenderemos mejor que nunca que hay una sed mayor que la que puede calmar un vaso de agua: la sed de Dios que nuestra alma experimenta cuando Cristo ha ocupado el lugar que le corresponde en mi existir, y cuando compruebo mi pequeñez y mi profunda necesidad de Él.
Sabéis los fieles de Lugones y Viella que como vuestro Párroco me siento unido a todos desde casa, y muy particularmente con los que pasan malos momentos o están enfermos. No dudéis en llamarme para cualquier cosa que os hiciere falta. Pero, ante todo, seamos obedientes a las restricciones y confiemos en el Señor y en nuestros muchos profesionales -¡muchos!- para que pronto se restablezca la normalidad de nuestra vida.
Joaquín, Párroco
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