No eran turistas que pasean por una plaza llena de sol haciéndose fotos junto a la estatua de la Regenta en Oviedo. Tampoco eran piadosos creyentes que acudían a una celebración a nuestra hermosa Catedral ovetense. Pero aquella mañana tan soleada, aquellos adultos en su mayoría jóvenes, estaban situados en otro lugar.
No estaban afuera en la plaza, donde la vida pasa con su prisa siempre alocada en los pasantes, sus requiebros y donaires en los enamorados, su curiosidad observadora en los ancianos, su inocencia juguetona en los niños. No estaban tampoco adentro en la Iglesia Catedral orando como se debe cuando se va a dar gracias o se va a pedirlas por tanto y en tanto como nos acontece. Aquella mañana estaban en el atrio, ni dentro ni fuera, sino en el ámbito intermedio, como quien dice situándose así, de dónde viene y a dónde quisiera ir. Venimos de tantos rincones de la vida que en ese momento dejamos a la espalda de nuestra agenda, y que nos recuerdan tantas cosas que nos han sucedido: los sueños infantiles que nos hicieron dibujar un mundo diverso, los guiños adolescentes que nos sembraron de rubores cuando apuntaban maneras los amores primeros, las heridas con las que algunos reveses revistieron de perplejidad y encono nuestra alma y nuestra piel, los éxitos logrados y los fracasos cosechados… fechas, rostros, momentos y circunstancias. Todo eso quedaba atrás perdido en la plaza que teníamos detrás.
Y, delante, ¿qué teníamos? Dos puertas cerradas con el parteluz que las dividía, sin que hubiera allí una aldaba que tocar para que alguien las abriese, ni una rendija por la que poder fisgonear lo que se pudiera adivinar lo que adentro hubiese. Todo un misterio que nos dejaba mirando hacia algo intuido, deseado, soñado como correspondiente con lo que palpita en el corazón, pero sin saber poner nombre a su figura, sin saber entonar el aire de su canción.
Era el atrio de las preguntas, el espacio en donde la libertad se juega, pero también el punto de partida para una nueva vida que responde a una llamada verdadera de alguien que como nadie te da la Luz en todas tus oscuridades, el Agua en todos tus secarrales, el pan en todas tus hambres, la Gracia en todos tus errores y pecados. Y entonces te atreves a llamar a esa puerta como sea. Y esa puerta se te abre de par en par, para descubrir que eres bienvenido, que eras esperado, que no eres un extraño y que, finalmente, llegas a tu más dulce hogar donde Dios es tu Padre y los demás son tus hermanos.
Fue una celebración preciosa, con aquellos 126 adultos, que piden a la Iglesia ser bautizados, ser confirmados. Es una esperanza que nos llena de alegría. Les pregunté su nombre y qué querían, y ellos diciéndome cómo se llamaban respondieron que querían la fe y entrar en la Iglesia, formando parte de la comunidad cristiana. Venían acompañados de sus catequistas y párrocos. Ya en una capilla de la Catedral leímos el Evangelio en donde Juan y Andrés fueron tras Jesús para preguntarle dónde vivía (Jn 1,35). Ellos fueron y se quedaron con Él. Ahí comenzaba la primera comunidad cristiana. Esa que se prolonga en cada generación cada vez que bautizamos a un niño o a un adulto, iniciando y acompañando su fe, para que en este mundo sean testigos de la belleza y la bondad, de la verdad y de la paz, con las que los cristianos construimos el trozo de mundo que tenemos bajo los pies y que logramos amasar con nuestras manos. Es el catecumenado de adultos que responde y sostiene a tantos hermanos que regresan a la Iglesia o que no habían entrado. Dios sea bendito por este momento en el que cada vez más los cristianos no lo serán por costumbrismo e inercia, sino porque han encontrado a Jesús y quieren vivirlo todo en comunión con la Iglesia y contando con su vida el Evangelio.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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