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viernes, 14 de febrero de 2020

Carta semanal del Sr. Arzobispo

Sacar la fe a la plaza pública

Siempre me ha llamado la atención la mirada curiosona de las personas que, sentadas en una plaza cualquiera, ven pasar a unos y otros, cada uno con su prisa y con su afán, en ese vaivén de actualidad. Puede ser un sano divertimento este inocente fisgoneo, y se aprende mucho de cuanto sucede en el trajín cotidiano, cuando ves pasar a los cansinos, los apresurados, los aburridos, los felices, los desdichados. Los hay que ríen cantarinos, los hay que van metidos en sus cuitas y problemas, otros tienen la tristeza como máscara clavada en sus ojeras; y así, sucede cada día, ante la mirada de quienes se paran a observar un instante lo que ocurre delante de la ventana de su curiosidad. 

¿Y si esa plaza fuera la vida misma en la que la Iglesia de Cristo también está? Porque también Jesús fue un profundo observador de todo y de todos. De hecho, su enseñanza no estaba basada en entelequias abstractas de una vida inexistente e irreal, sino que partiendo de lo que a diario sucedía, Él iba contándonos su secreto, sus ensueños, su deseo… todo eso que cada noche atardecida o cada nuevo amanecer, se aprestaba a volver a escuchar en los ratos hondos e íntimos de coloquio con el Padre Dios. 

Me viene esta reflexión sobre la plaza en la que la vida transcurre, porque muchas veces nos hemos empeñado los cristianos en vivir sólo en el templo, de puertas adentro, una fe y una religiosidad demasiado ensimismada en su castillo interior. El templo es el tiempo. No porque estén de más nuestras iglesias, sino porque no se puede reducir al recinto de una iglesia lo que un cristiano puede y debe vivir. 

Ante esa vieja tentación que hoy toma carta de ciudadanía arrinconando la fe en las sacristías, hay que afirmar que debemos sacar la fe a la plaza pública, y nuestra condición creyente ponerla al sol de la vida, para que le dé el aire y ese aire sople vientos benévolos que acerquen la brisa de Dios. No estamos ya aquí –a Dios gracias– en épocas peleonas de persecución religiosa. La tolerancia como valor democrático y cívico, ha ido quitando los paredones y las incursiones quema-conventos, pero esa misma tolerancia que no mata a los cristianos, no les dejará vivir tampoco. Ni les quita la vida, ni les deja vivir: esta es la paradoja. Hasta se les podrá subvencionar un reducto escondido, cual “reserva india”, en donde acotados y sin peligro de contagio, puedan retozar los cristianos. Esta tolerancia no tolerará otra cosa, porque desea que la fe sea algo privado e individual, y sólo con esta condición se permite que exista. Pero el dinamismo de la misma fe cristiana, siempre empuja a vivirla como algo público y universal, nunca privadamente, aunque sí de modo personal. 

Un Congreso de Laicos Cristianos como el que celebramos estos días en Madrid con una alta participación de católicos asturianos, para recuperar y seguir ahondando en la dimensión pública de la fe. Una fe que se hace cultura, política, educación, comunicación mediática, investigación, solidaridad, deporte, compromiso social, arte, que se hace vida allí en donde la vida está. Hay que cambiar el registro asustadizo de creer que sólo podemos ser cristianos en el patio del templo, y más bien salir a la plaza del tiempo para testimoniar allí las consecuencias que se derivan de la fe cristiana vivida. 

Es un trasiego que ha de vivirse con la conciencia cristiana de saberse también entonces y también ahí, cristianos. Y porque lo olvidamos o nos lo intentan censurar, por eso debemos celebrar este Congreso en donde los laicos, que son quienes especialmente viven su vocación bautismal en la trama de la familia, del compromiso social, político y profesional, redescubran que están llamados a ejercer este testimonio público de una fe que no se esconde, y que se saca del patio particular a la plaza de la vida.

 + Jesús Sanz Montes, 
Arzobispo de Oviedo

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