(Rel.) Nació Lucrecia (o Leocricia) en Córdoba, a principios del siglo IX, en una familia musulmana. Estos tenían una esclava cristiana que aunque en el exterior vivía como musulmana, profesaba la fe de Cristo. Por ella conoció Lucrecia a Jesús, y una vez le hubo conocido y amado, labor en la que influyó San Eulogio (11 de marzo y 9 de enero), no le negó jamás. Su familia intentó convencerla de que renunciara a Cristo y apostatara de su fe. Promesas, amenazas, castigos, trato infrahumano… nada hizo que Lucrecia renegara de la fe católica. Incluso los castigos eran acicate para redoblar la firmeza de su fe. Pero aunque resistía, tuvo miedo de flaquear en algún momento, por lo que decidió junto a San Eulogio, jugar una treta a sus padres. Les dijo Lucrecia que pensaría en lo de cambiar de fe, y estos la dejaron con más libertad, confiando en sus palabras. Pero apenas pudo, adujo el pretexto de visitar unos parientes que se casaban y escapó de su casa y se fue donde San Eulogio y su hermana Amilo. Sus padres y parientes la buscaron por toda Córdoba, sobre todo en las casa de los cristianos, pero infructuosamente. Principalmente porque Eulogio la trasladaba de casa en casa. Y más de una noche tuvo que dejarla en la iglesia de San Zoilo, donde la joven descansaba y hacía oración. Los familiares no cejaban, y llevaron a algunos cristianos a la cárcel, y a otros que ya estaban presos los atormentaban para que dijeran lo que sabían. Pero nada.
Lucrecia sentía gran afecto por Amilo, y por ello un día se aventuró a visitarla, pasando juntas la noche entre oración y lecturas piadosas. Llegado el amanecer, quien tenía que dar cobijo a Lucrecia se tardó y Eulogio no quiso que saliera por las calles en pleno día, y prefirió que Lucrecia quedara en su casa. Pronto supieron los familiares de Lucrecia, que tenían sus espías, que en casa de Eulogio había otra mujer. Enviaron soldados y, efectivamente, hallaron a Lucrecia. Prendieron a Eulogio y a Lucrecia, y los encerraron. Eulogio fue degollado en el acto, a 11 de marzo, mientras Lucrecia era aturdida con amenazas y promesas para que renunciase a Cristo y retomase la falsa fe de Mahoma. Cinco días duró aquello, hasta que el 15 de marzo de 859 mandó fuera degollada. Su cuerpo fue arrojado al río Guadalquivir, pero no se hundió y los cristianos lo rescataron y enterraron piadosamente en la iglesia de San Ginés.
En 884, cuando el rey Alfonso III pactó una tregua con el rey Mahomad de Córdoba, le pidió dejara salir de la ciudad los santos cuerpos de Eulogio y Lucrecia. Los cristianos de Córdoba los entregaron con dolor, pero sabiendo que entre cristianos sus reliquias no correrían peligro y que serían venerados con más decencia. Los llevaron a Oviedo, en cuya catedral, en la capilla de Santa Leocadia, fueron depositados a 9 de enero. Y esta traslación es la que ha pasado al misal mozárabe. Hay que decir que junto a los huesos, iba otra reliquia más: el “Elogio de los Mártires de Córdoba” escrito por San Eulogio y que se imprimiría por primera vez por Ambrosio de Morales en el siglo XVI. En 1300 los santos sanaron milagrosamente de perlesía a Rodrigo Gutiérrez, arcediano de la catedral, el cual en acción de gracias mandó hacer un arca de plata para depositar las reliquias. Don Hernando Álvarez, obispo de Oviedo, autorizó la traslación de los cuerpos en la nueva arca a la Cámara Santa, para venerarles adecuadamente.
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