Ya terminada la Octava y en vísperas de la Epifanía del Señor, celebramos el Segundo Domingo de Navidad, y es que al igual que la Pascua de Resurrección supone festejar algo tan grande que hasta cincuenta días se nos hace poco, con la Natividad del Señor nos pasa parecido; algo tan maravilloso que nos supera y no alcanzamos requiere de tiempo para interiorizarlo.
La Navidad -esta Navidad- se nos escapa de las manos, se nos va, la hayamos aprovechado o no. La siguiente -si estamos- ya no será igual. No sólo por que en breve retomaremos el Tiempo Ordinario tras la fiesta del Bautismo del Señor, sino porque en lo que respecta a nuestra nación, cada año que pasa la Navidad Cristiana queda más arrinconada, tratando de reducirla en un bombardeo constante desde muchos campos a una fiesta artificial y vacía de contenido. El sentido auténtico de celebrar el nacimiento del Señor se disuelve en nuestra sociedad como un azucarillo en agua, hasta el punto que las nuevas generaciones ya ni siquiera saben qué significa la Navidad y que la historia que marca nuestro recién estrenado calendario comienza en ella.
Este tiempo nos recuerda que Dios nos ama tanto que -utilizando las palabras del libro del Eclesiástico- ha puesto su tienda en nuestro mundo; ha fijado aquí su heredad. No nos creó para desentenderse de nosotros, no ha sido ni es indiferente a nuestras penas sino que se ha abajado hasta nuestra mismísima realidad humana.
Se ha hecho carne de nuestra carne, y aunque en el salmo, el evangelio de este domingo o la antífona que rezamos a diario en "el ángelus" afirmamos que "habitó entre nosotros", deberíamos conjugar el verbo en presente de indicativo: "habita entre nosotros", pues sigue dándose y ofreciéndose cada día.
Dios nos ha bendecido -nos dice San Pablo como a los de Éfeso- con su encarnación y nacimiento, su pasión, muerte y resurrección. Vino a salvarnos y cumplió su palabra. Viene hoy también si acogemos su Palabra, y vendrá cuando menos esperemos a llamarnos a su morada y pedirnos cuentas de la Navidad de nuestra vida.
Lo único que nos queda es acoger este regalo de Dios de darse el mismo: ''El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo (...) Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre''. Acogiendo a Cristo en nuestras vidas tendremos luz en las tinieblas, vida y futuro. Él quiere contar con nosotros: ¿Cuenta realmente Él algo para mí?. Si le aceptamos en nuestra vida nos asociará a la suya, nos introducirá en su Familia Sagrada hasta el punto de sabernos y reconocernos en verdad Hijos de Dios.
Navidad no es "Papa Noel", ni "El Angulero", ni "las reinas magas" de Cádiz... Navidad es amarnos, reconocernos y aceptarnos mirándonos en el reflejo del Niño Enmanuel -"Dios con nosotros"- y en su misma inocencia, en su sonrisa y nobles sentimientos que nos propone. Navidad es un tiempo de gracia y transformación de nuestro mundo, de cerrar heridas, detener guerras y poner paz en nuestras vidas; de estrechar manos y entonar y aceptar perdones, de salir al encuentro del otro... Y es, sobre todo ahora, tiempo de oración, porque la siguiente Navidad -si estamos- ya no será como ésta...
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