El Evangelio de este Domingo nos presenta varias realidades: la muerte de Juan convierte a Jesús en el único profeta vivo en ese momento. Deja Nazaret para ir a Galilea, y así se cumple la profecía sobre él que recoge la primera lectura en el fragmento de Isaías sobre Zabulón y Neftalí; y en el paralelismo evangélico con ésta, cómo Jesús acude a esa Galilea de los gentiles para cumplir su misión, donde aguardaban al Mesías deseando reconocerlo.
La luz sigue ocupando un papel principal según nos acercamos a la festividad de la "Presentación del Señor" que este año cae en Domingo. La primera lectura y el salmo nos dan las claves de cómo entenderlo; el primero es indirecto: "el pueblo que caminaba en tinieblas una luz les brilló"; y el segundo totalmente claro: "el Señor es mi luz y mi salvación". En nuestra libertad personal está seguir en tinieblas sin formar parte de la luz o poder en verdad cantar con el salmista: el Señor es mi luz ¿a quien temere? .
La epístola de este domingo III es apropiadísima para este día; ayer hemos concluido la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, y San Pablo aborda al respecto la compleja situación de la división. El texto evidencia que en la vida de los primeros cristianos no era todo tan bonito como podríamos pensar, sino que fueron experimentando lo difícil que supone para cualquier persona ser un buen cristiano y un fiel imitador del Señor.
La división es obra del demonio, no de Dios, y el maligno celebra que no vivamos unidos. Es una realidad que por desgracia respiramos de forma cotidiana: mi padre es éste, el mío el otro; mi obispo ese, el mío aquél; yo soy más del cura nuevo, yo más del que marchó; yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Cefas... y hasta tal punto llevamos estos extremos que somos capaces de cambiar de parroquia, de provincia y hasta de religión con tal de buscar nuestra espiritualidad a la carta.
Eso no es la Iglesia de Jesucristo, eso no nos ayuda a crecer en la fé, eso nos destruye internamente al colaborar con el que divide y, en lugar de servir al que nos hace hermanos en torno a su mesa acabamos sirviendo al mismísimo demonio. ¿Acaso está Cristo dividido? ¿Por qué dividimos con nuestra forma de ser y actuar nuestra parroquia, nuestra diócesis, nuestra Iglesia...? Busquemos lo que nos une, busquemos lo bueno aceptando las pequeñas o grandes diferencias del otro que no nos agradan e incluso molestan.
Sólo la unidad nos acerca a la verdadera Comunión, y sólo desde ahí podremos vivir plenamente como cristianos de verdad y salir a anunciar que Cristo es la salud del alma cuyo reino ya ha venido y en nosotros se ha de plenificar.
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