El cuarto domingo de Adviento suele ser cada año el domingo más mariano de todo este tiempo; sin embargo, al "eclipsar" la solemnidad de la Inmaculada el segundo domingo, parece que éste brilla menos que en años pasados, más sigue teniendo su fundamental encanto maternal.
A medida que hemos entrado en esta recta final de preparación con las llamadas "ferias mayores" y las solemnes antífonas de la "O" con el día propio de Nuestra Señora de la Esperanza, nos hemos percatado ya de en quién hemos de poner nuestra mirada hoy. Tras detener nuestra atención en los profetas y en San Juan Bautista, nos centramos ahora exclusivamente en Santa María.
La liturgia de la Palabra de hoy nos habla de cómo Dios viene a salvarnos en su libérrima decisión pero apoyándose en una criatura mortal como nosotros, aunque totalmente diferente por no conocer el pecado. Dios la había predestinado a esa misión pero dejó que la última palabra y decisión -nada más y nada menos- fuera la suya.
Ella es la señal de Dios esperada por los siglos; en ella se cumple la profecía de Isaías donde nos relata cómo el rey Acáz, ochocientos años antes de Cristo, ya creía que una virgen concebiría y daría a luz al mesías. Y el profeta nos dice aún más: ''y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros''. He aquí la primera espera de la venida del Señor.
San Pablo en su carta a los Romanos les recuerda que todo lo anunciado por los profetas se ha cumplido en Cristo, nacido ''según la carne''. Tiene lugar así la primera venida, por tanto empieza un nuevo advenimiento.
Y el evangelio aborda un aspecto imprescindible para comprender cómo también en María se cumple la Palabra, pues no es una mujer en estado de buena esperanza sin más, sino que está gestando una nueva vida en su interior sin haber perdido en ningún momento su pureza.
En este pasaje también se nos muestra la bondad de San José, que aunque no lo entiende, aunque duda y aunque es consciente de lo que la ley marca para una situación como la que está viviendo, él se salta esa decisión que la cultura judía no sólo exige la condena sino resarcir con la lapidación el honor perdido del varón. Pero José demuestra no sólo que es justo, sino misericordioso; profundamente misericordioso y hombre de fe, anteponiendo el corazón a las reglas. El Señor premia su justicia abriéndole los ojos en sueños, de forma que comprendió la llamada que Dios le hacía -e igualmente que María acepta sin reparos- para ser esposo de su Madre, y padre de su Hijo.
Cristo ha venido; Cristo vendrá, pero estemos atentos al presente, pues nace a nuestro lado y no siempre somos buenos posaderos del Señor. Abramos nuestra alma y nuestro corazón a Dios hecho hombre que se quiere acurrucar en lo más profundo de nuestro ser cuál niño indefenso que llega y ni es bien recibido ni tiene sitio en tantas posadas. Dejémosle la nuestra para que Él nos regale la suya eternamente.
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