(Germinans Germinabit)
Se cumplen en estos primeros días de octubre, 23 años de mi llegada al entonces recién inaugurado Tanatorio Municipal de Santa Coloma de Gramenet. Mis amigos se han recreado infinidad de veces en la multitud de anécdotas que a lo largo de este periodo les he ido relatando. Como es normal en mí, suelo contar aquellas con más enjundia y que se prestan a reflexiones variopintas, que haberlas haylas, a pesar de la gravedad y circunstancias de duelo que rodean estos momentos. Al menos así las experimentamos los que por nuestro ministerio hemos de compartir una gran diversidad de vivencias que se apartan de los habituales patrones de conducta.
Se cumplen en estos primeros días de octubre, 23 años de mi llegada al entonces recién inaugurado Tanatorio Municipal de Santa Coloma de Gramenet. Mis amigos se han recreado infinidad de veces en la multitud de anécdotas que a lo largo de este periodo les he ido relatando. Como es normal en mí, suelo contar aquellas con más enjundia y que se prestan a reflexiones variopintas, que haberlas haylas, a pesar de la gravedad y circunstancias de duelo que rodean estos momentos. Al menos así las experimentamos los que por nuestro ministerio hemos de compartir una gran diversidad de vivencias que se apartan de los habituales patrones de conducta.
Pero hoy quiero ofrecer el singular relato de los acontecimientos que me llevaron a regentar dos “parroquias” con sus respectivos apostolados bien diferenciados: la parroquia del Fondo de Santa Coloma y la “parroquia” del cementerio. Por esta última, para muchos colomenses me he convertido simplemente en el cura del Cementerio sin más. Para mis feligreses del Fondo soy, y así me reconocen y nombran, el cura del barrio.
En el mes de julio de 1996 yo acababa el curso pastoral a punto de tomarme unos días de descanso. Le había explicado al entonces Vicario General, Mons. Jaume Traserra que no me sentía con fuerzas para continuar el siguiente curso con los destinos que él mismo me había encomendado cuatro años antes: capellán de dos comunidades religiosas femeninas (las Clarisas Capuchinas en Sarriá y las Esclavas del Divino Corazón en el Guinardó) así como vicario de la parroquia de María Medianera en Barcelona, amén de profesor de religión y capellán del Colegio Esto Vir (Liceo Sarriá). No me veía con ánimos de continuar con tanta carga. Así de agobiante era ya la falta de sacerdotes de la diócesis.
En el espacio que va desde agosto hasta septiembre, Traserra me puso en manos de Mons. Carrera, responsable de la Zona Pastoral que entonces comprendía Badalona, Santa Coloma y toda la comarca del Maresme. Él me puso sobre la mesa dos propuestas de destino que yo me vi obligado a rechazar porque sinceramente me sentía incapaz desde el punto de vista de las fuerzas físicas, pero también de entendimiento con los dos párrocos con los que se me proponía colaborar. Hubiera sido una catástrofe para todos. El mes de septiembre pasaba, y no acababa de llegar la llamada con una nueva propuesta.
Con el tiempo me enteré de que el obispo auxiliar, movido por las circunstancias (el Ayuntamiento de Santa Coloma le apremiaba para que proveyese de capellán al Tanatorio que iba a inaugurarse en octubre) en la reunión arciprestal de sacerdotes, había presentado la posibilidad de que yo fuese encargado de tal servicio, complementando el nombramiento de adscrito a la parroquia Mayor de Santa Coloma. Al parecer Mn. Josep Catá, a la sazón párroco de Santa María de Can Mariné, al que yo no conocía absolutamente de nada, se oponía por motivos ideológicos (sic). Aún a pesar de todo, Carrera me sugirió que me pusiese en contacto con Mn. Josep María Galbany, párroco de la Parroquia Mayor, y que me pusiese a su disposición.
Yo conocía a Mn. Galbany por las dos veces que había departido largamente con él en un intervalo de 6 o 7 años. La primera vez fue cuando fui a buscar mi partida de bautismo para entrar en el Seminario, pues nací en Santa Coloma y fui bautizado en esa parroquia. La segunda vez fue en vísperas de mi ordenación diaconal, para la que necesité de nuevo la partida de bautismo. Mn. Josep María era una persona sumamente agradable y acogedora, que además se había quedado sin ningún sacerdote ayudante.
Después de una larga e inolvidable conversación en la que Mn. Galbany, que ya llevaba 19 años de párroco allí, me fue desgranando sus cuitas pastorales así como yo las mías, surgió entre nosotros un auténtico feeling de entendimiento. Respecto al servicio religioso en el Tanatorio, me refirió que había acudido él mismo el primer día de la inauguración (1 de octubre del 1996), que el día siguiente lo había hecho Sor Ángela, una religiosa de las Franciscanas de los Sagrados Corazones que prestaba servicio en el Hospital del Espíritu Santo de la ciudad. Es el caso que ningún sacerdote del arciprestazgo colomense quería hacerse cargo de esa responsabilidad en concreto, y los clientes del tanatorio reclamaban un sacerdote para los servicios religiosos; así que quedaba yo como única alternativa. Me pidió pues, el bueno de Mn. Galbany que me pusiese en contacto con el Gerente Sr. José Capsir, cosa que hice de inmediato, nada más salir de la rectoría. Al despedirnos, me recomendó el párroco que no me preocupase de nada, que él mismo lo arreglaría todo y que tirase por el atajo (tirés pel dret) sin más.
Nada más llegar al Tanatorio, me presenté al gerente refiriendo el íter de los acontecimientos. El Sr. Capsir, casi sin dejarme concluir y enseñándome las instalaciones, me dijo que yo llegaba como agua de mayo, pues al día siguiente, día de mi santo, ya tenía cuatro servicios. Me explicó que llevaba meses esperando la llegada de un sacerdote y se estaba desesperando con el obispado. No había nada más que hablar. Pusimos la directa. Yo ya lo tengo por costumbre.
Nada más llegar al Tanatorio, me presenté al gerente refiriendo el íter de los acontecimientos. El Sr. Capsir, casi sin dejarme concluir y enseñándome las instalaciones, me dijo que yo llegaba como agua de mayo, pues al día siguiente, día de mi santo, ya tenía cuatro servicios. Me explicó que llevaba meses esperando la llegada de un sacerdote y se estaba desesperando con el obispado. No había nada más que hablar. Pusimos la directa. Yo ya lo tengo por costumbre.
Tenía ante mí un singular reto pastoral: los que se iban, habían dejado ciertamente en sus deudos la semilla de la fe; pero en la mayoría de los casos, no era la fe lo que movía a los que allí se congregaban, sino el amor al difunto por parte de los más cercanos, y el compromiso con él por parte de la mayoría. Y sin embargo, si habían elegido para la ceremonia fúnebre a un sacerdote, era mi obligación sagrada ejercer de sacerdote no sólo en el rito, sino también en el apostolado (ejercido básicamente en el sermón), en la evangelización. Encender en todos los asistentes por lo menos el deseo de gozar también ellos, en su momento, de los servicios religiosos. En efecto, el último rescoldo de fe que les queda a los que se han alejado de la Iglesia, es contar con ella para el tránsito de este mundo. Tenía por tanto el deber sacerdotal de mantener vivo este rescoldo, de no dejar que se extinguiese del todo el fuego de la fe.
En estas semanas que preceden a la fiesta de Todos los Santos iré completando con otras entregas el resumen de lo que han sido estos 23 años como capellán del Tanatorio Municipal, con todo lo positivo que he vivido, y también detallando la evolución de la práctica religiosa y de la vivencia de la muerte en las familias, que a pesar de todos los pesares y con los cambios en la peculiaridad de las exequias, siguen requiriendo el servicio religioso católico en más de un 80%. Éste de Santa Coloma es el Tanatorio del Área Metropolitana con mayor porcentaje de servicios católicos.
Finalmente, y para aliviar un tanto la adustez del entorno, relataré algunas jugosas anécdotas que sin duda alguna dejarán huella en los lectores. Capítulos y anécdotas de casi un cuarto de siglo de servicio funerario.
Resulta más que obvio que las exequias que conocí en mi más tierna infancia, y de las que recuerdo muchas cosas, fueron cambiando y mutando de forma, pero también de contenido, a una velocidad estrepitosa y a un ritmo trepidante. Mi barrio y parroquia se encontraban en la periferia de la ciudad de Barcelona. Un barrio obrero y una humilde parroquia que aún compartía cementerio con San Andrés de Palomar, el antiguo municipio del que había formado parte antes de su agregación a la ciudad de Barcelona en 1897.
En 1956 el alcalde Porcioles municipalizó en régimen de monopolio el servicio funerario de la ciudad, creando el instituto de Pompas Fúnebres de Barcelona. Doce años más tarde en 1968 creó el primer tanatorio de España, en su primera y única sede de la calle Sancho de Ávila.
Esta innovación introdujo el concepto de velatorio fuera de casa. Hasta entonces los servicios funerarios montaban una capilla ardiente en cada domicilio, con mayor o menor pompa (nunca mejor dicho) según las dimensiones del domicilio y las posibilidades económicas de las familias. Las más humildes, pero con una cierta capacidad de ahorro, hacían frente mayoritariamente a estos gastos con los seguros funerarios que mensual y religiosamente se pagaban en pequeñas cuotas. El sacerdote acudía inicialmente al domicilio el día del entierro para las oraciones en el levantamiento del cadáver.
Yo no conocí en aquellos finales de los 60 ni los coches de caballos ni la procesión a pie del sacerdote hasta la iglesia. Desde la introducción de los automóviles (al menos siendo yo crío en mi parroquia) el sacerdote subía al coche y en el asiento del copiloto se dirigía así al templo. Ignoro si rezaba el “De profundis” o no. En Italia, siendo yo párroco rural, la costumbre era ir todos a pie (fieles y sacerdote) acompañando el cortejo fúnebre desde el domicilio mortuorio hasta la iglesia. Salvo el difunto que era traslado en coche (si era muy lejos) o lo era a hombros por las viejas y empinadas calles del pueblo.
Pero volvamos a Barcelona. La ceremonia en la iglesia y posterior acompañamiento a pie hasta el cementerio (poco más de 1 km) desapareció fulminantemente. El sacerdote ya no acudía al cementerio, puesto que despedía el cortejo fúnebre a las puertas de la iglesia. La generalización del automóvil convirtió el traslado en coche hasta el cementerio en algo corriente y habitual. Y el acompañamiento hasta el camposanto dejó de ser exigido por las normas sociales. Una buena parte de los asistentes a los funerales, tras dar el duelo por despedido a la puerta de la iglesia, ya no acudían a la ceremonia de entierro. Eso cambió paulatinamente el ambiente funerario. Y no digamos la postergación casi fulminante del luto en el vestir. Por hablar de cosas externas.
A poco el Arzobispado de Barcelona y el Instituto Municipal de Pompas Fúnebres llegaron a un acuerdo sobre la responsabilidad del traslado del féretro hasta el templo: los funerarios lo acarrearían hasta la puerta de la iglesia; y el traslado a pie de altar sería cuestión de la parroquia, que provista de un carro fúnebre, pasaba a manos del sacristán que lo conduciría hasta su destino. Pronto la misa funeral con el cuerpo presente (“de córpore insepulto”) dejó paso a las exequias sin misa. El párroco y los sacerdotes quedaban atados de horarios por la eventualidad de los funerales. Se libraron de esta atadura. Poco tiempo pasó para que en numerosos arciprestazgos se decidiera que los difuntos ya no pasarían por la iglesia. Los que hacían el velatorio aún en casa debían advertir al sacerdote para que acudiera al domicilio para hacer una oración fúnebre. De allí directamente al cementerio. Eso abocó aún más a la gente a hacer uso del Tanatorio; al menos allí algún sacerdote después del turno de velatorio podría oficiar algún tipo de celebración fúnebre (exequias o a petición expresa, la santa misa). Con el desembarco de los diáconos permanentes en los tanatorios, salvo que la familia se provea ella misma de un sacerdote, las celebraciones exequiales son sin misa. Y aún proveyendo, la condición “sine qua non” es que en ningún caso exceda de media hora. Como mucho. En los tanatorios, el tiempo está muy tasado.
Cómo era de suponer, sin traslado a la iglesia y sin celebración de la misa, pronto las familias eliminaron el velatorio en casa y prescindieron de la insulsa “oración por el difunto” que celebraban los sacerdotes sin ningún ornamento y normalmente vestidos de civil y con una escuálida estola. Todo ello dio paso a una nueva moda: una misa semanal en la parroquia en un día predeterminado para todos los difuntos de las familias de la feligresía. En la mayoría de casos se les nombra pero se prefiere prescindir del estipendio. No se les entrega ningún sobre para la limosna. Han querido borrar así el concepto de estipendio directo. Y a lo máximo se coloca un cestillo en la iglesia para dar “la voluntad”. Hay que saber que no es la norma en muchas parroquias pasar el cesto de la colecta al ofertorio.
Cuando se habla de la secularización hoy en día, siempre se piensa en muchas cosas: presión política, ambiente materialista, influencia de los medios de comunicación, falta de formación religiosa en casa y en las escuelas, etc. etc. Pero a mi entender la secularización, al menos en estas latitudes, fue un proceso impulsado por los mismos clérigos. Liberados de la carga funeraria pudieron ya ocuparse en trabajos civiles o dedicar su tiempo a acciones políticas o sociales. O a reuniones para preparar actividades y encuentros. Abandonaron la pastoral sacramental exequial y con ella abandonaron también un momento de relación y acompañamiento de las familias, según mi parecer imprescindible. Paragonando y a la vez corrigiendo a Becquer, me atrevo a exclamar: ¡Dios mío, sin los muertos en las parroquias, qué solos se quedan los vivos! ¡Y qué solas se quedan las parroquias!
Como colofón de los artículos dedicados en estas últimas semanas a las cuestiones que tienen que ver con el desarrollo del ministerio sacerdotal exequial, especialmente en los Tanatorios, quisiera dedicar este último artículo a los más recientes signos de secularización. Los sacerdotes que atendemos este ministerio lo tenemos muy difícil para capear esas tendencias de secularización de los ritos funerarios y encajar en ellas nuestro apostolado. Son cada vez más los casos en los que el sacerdote se siente fuera de lugar en esos escenarios tan alejados de los ritos exequiales de la Iglesia. Mi examen parte obviamente de un particularismo muy concreto: la experiencia vivida durante 23 años en el Tanatorio de Santa Coloma de Gramenet, de propiedad municipal y concesión administrativa a empresa privada. Pero intuyo que estas tendencias son comunes a muchos otros tanatorios y lugares de España. Aunque quizás no a todos. Realmente lo ignoro.
La primera cuestión es aquella que tiene que ver con el aumento de las incineraciones en detrimento de las inhumaciones. Al parecer y según he oído comentar, existe en muchos lugares una voluntad de las administraciones públicas de no conceder licencia de obras para ampliaciones de los recintos de nichos y tumbas en los cementerios. No es el caso del Cementerio de Santa Coloma de Gramenet donde hubo una gran ampliación en 2008, la llamada Corona Superior, acompañada de una significativa novedad: la colocación de placas solares para el fomento del uso de energías renovables encima de los bloques de nichos. Desconozco pues la situación en otros municipios de Cataluña y de España. Sin embargo hemos de constatar el significativo aumento y generalización de las incineraciones. En el desarrollo de nuestro ministerio, los sacerdotes por una parte nos vemos obligados, a tenor del Código de Derecho Canónico de 1983, a declarar cuando se nos pregunta que la Iglesia actualmente no prohíbe la incineración de los restos mortales; y por otra parte a aconsejar, siguiendo la tradición más que multisecular de la Iglesia, que la inhumación es el modo más piadoso y correcto de dar reposo a los restos mortales de los fieles. Pero como son los familiares los que determinan su voluntad al contratar el servicio funerario, al final no podemos influir en una decisión ya tomada. Y eso a pesar de predicarlo desde el altar, cosa que por supuesto hago de vez en cuando. Una vez nos encontramos con cada servicio con incineración, lo único que nos queda es aconsejar un piadoso y cristiano trato a las urnas con las cenizas, reprobando con un cierto énfasis la costumbre de conservarlas en casa, o de esparcirlas en bosques, mares u otros lugares no apropiados. La construcción de columbarios y cinerarios en los cementerios, como en el de mi ciudad, y un espacio ajardinado en el interior del camposanto para ese uso particular, atenúa la reprobable costumbre anterior. Pero parece ésta, una batalla perdida.
La segunda cuestión con la que hay que lidiar es la progresiva introducción de un servicio de músicos (tercetos y cuartetos) para las celebraciones. Es un servicio muchas veces incluido en las pólizas de seguros u ofrecido en el momento de la contratación del servicio. No habría nada que objetar en principio si no fuese porque las piezas musicales ofrecidas son profanas en su inmensa mayoría. A excepción de las muy presentes “Avemarias” de Schubert o Gounod, todas las demás piezas son profanas: Concierto de Aranjuez, Imagine de los Beatles, Canon de Pachelbel, pasando por himnos del Barça, del Madrid o del Betis o por el tan manido Cant dels Ocells (el canto de los pajarillos), que en pocas décadas ha pasado de ser uno de los más tiernos villancicos navideños catalanes, a la composición fúnebre por excelencia y extensión. De tal manera que los sacerdotes hemos de celebrar el servicio religioso en medio de estas composiciones musicales (casi habitualmente 3 en cada servicio). De nada ha servido dar consejos sobre otras piezas alternativas de carácter cristiano (Kyrie de Fauré, algún fragmento del Réquiem de Verdi o Mozart, cualquiera de los maravillosos Stabat Mater que poseemos, etc…) No hay nada que hacer. El hecho de preguntar de antemano a los familiares qué piezas preferirían, anula toda posible corrección del tiro. La falta de formación y gusto musical de la inmensa mayoría de usuarios y de las funerarias que van a simplificarse la vida, hacen de esta cuestión otra batalla perdida. En resumidas cuentas: aunque un servicio musical en principio representaría un gran aporte a la calidad de las ceremonias (ésta es al menos la perspectiva de un ferviente amante de la música); sin embargo, siendo la situación la que es, rezo a todos los ángeles del cielo para que me eviten la presencia de músicos en las celebraciones. Prefiero poner el Réquiem de la misa gregoriana pro defunctis, el “Absolve” y cantar yo mismo el In Paradisum, que tener profesionales de la música en la ceremonia. Sic et simpliciter. Dejando claro que lo he intentado todo: repartir hojitas con cantos religiosos para funerales, cantar los más comunes de memoria y un largo etcétera de alternativas.
Y con ello enlazo la cuestión que refleja la mengua galopante no sólo en la formación religiosa integral, sino en el conocimiento básico no digo de la liturgia católica, sino de las oraciones fundamentales de la práctica cristiana. Si hace 20 años, mayoritariamente los asistentes participaban en el rezo del Padrenuestro y del Avemaría, y respondían “Y con tu espíritu” a la invocación El Señor esté con vosotros del celebrante, hoy en día son la mínima parte los que lo hacen. Tan exigua, tan reducida que a veces incluso le desmotiva a uno y le hace interrogarse sobre el sentido de esas ceremonias: sobre la razón de que a pesar de tantos pesares sigan solicitándolas. Sólo te estimula la exhortación del Señor: “no quebrar la caña cascada y el pabilo humeante” (en este caso de los fieles que aún prefieren estos servicios) que resulta consolador y un aliciente para seguir estando presente. ¡Qué importante es el “permanecer”! Como los curas rurales que ahí están, o los médicos y veterinarios de nuestros pueblos.
Además como yo soy de aquellos que en catalán llamamos del “morro fort” (cabezones donde los haya) sigo haciendo las cosas como el primer día. En tanto en cuanto pueda y me dejen. Algo bien debo estar haciendo cuando en La Vanguardia del 1 de noviembre de 2001 en un artículo a la sazón, en la recurrencia de la fiesta de Todos los Santos, se publicó una referencia a mi ministerio exequial en Santa Coloma. Os enlazo el PDF para conservar el recuerdo de tal cual era yo hace 18 años y que aún sigo siendo. A mí ese recuerdo me enorgullece y me sigue estimulando.
Y acabo con la misma oración que aprendí hace muchísimos años y que recito a ritmo poético ante los asistentes sentados y en silencio, tras unos segundos de pausa después de concluir la homilía, con el mismo fervor en estos 23 años: “Oh Señor, ayúdanos durante el transcurso del día, durante el trayecto de nuestra vida, hasta que la sombra de nuestra existencia se alargue como al atardecer se alarga la sombra de los cipreses. Y cuando el fragor de nuestra vida se calme y la fiebre de la existencia se apague, danos, Señor, un abrigo seguro junto a Ti y un sagrado y merecido descanso. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén”
Mn. Francesc M. Espinar Comas
Párroco del Fondo de Santa Coloma de Gramenet
Capellán Responsable del Tanatorio Municipal de Santa Coloma de Gramenet
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