De nuevo hemos sido convocados para celebrar, en este domingo de noviembre, la Santa Misa en Acción de gracias por los 143 beatos enterrados en este Campo Santo y por todos aquellos que dieron su vida en testimonio de la fe, así como la III Jornada Mundial de los Pobres convocada por el Santo Padre el Papa Francisco. Este lugar sencillo, en donde emergen las cruces blancas como saetas elevadas al cielo, ha sido convertido, por el cuidado y la atención de la Hermandad de los Mártires de Paracuellos y de las Hermanas de la Virgen de Matará y del Verbo Encarnado, en un vergel, en un nuevo paraíso que hemos convenido en llamar la Catedral de los mártires. Esta Catedral tiene como bóveda al mismo cielo y se extiende con sus siete brazos a la sombra de la cruz blanca de la colina que representa, a su vez, al madero donde estuvo clavada la salvación del mundo y al trono de la misericordia donde fuimos amados hasta el extremo.
Paracuellos, laboratorio de la fe
Este cementerio de los mártires de Paracuellos es un lugar sagrado, es como un laboratorio de la fe en el que, más allá de las luchas ideológicas, queremos recibir, en la carrera de nuestra vida, la antorcha de aquellos campeones del espíritu que, sin temer la muerte, entregaron su vida por amor a Dios y por amor a España. Como obispo de la Diócesis, en comunión con la Hermandad y con todos los Provinciales de las distintas Órdenes e Institutos Religiosos cuyos beatos están aquí enterrados, mi única pretensión es que este Campo Santo se transforme en un lugar de peregrinación donde los fieles puedan encontrarse con el testimonio martirial de aquellos que nos precedieron en el combate de la fe y que hoy son propuestos como lámparas ardientes que iluminan la noche cultural, social y política que estamos viviendo en España.
A este lugar, queridos hermanos, se viene a rezar y a aprender. Como nos recordaba San Agustín: «Dos amores construyeron dos ciudades: el amor propio hasta el desprecio de Dios hizo la ciudad terrena; el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la ciudad del cielo» (San Agustín, La Ciudad de Dios, 14, 28).
La ciudad terrena: Babel
En este lugar aprendemos que cuando el corazón humano se deja llevar por las ideologías, prescindiendo de Dios, no solo aparece el amor propio sino que se hacen presentes el odio, la mentira y la maledicencia. Nuestros hermanos mártires fueron asesinados por odio a la fe; fueron engañados cuando al sacarlos de las cárceles les decían que iban a ser «trasladados» y, sin juicio y con maledicencia los consideraron enemigos de España. Todo esto ocurrió porque, arrebatados por el Maligno, no supieron reconocer en nuestros hermanos su dignidad como personas, su estado de postración, y su condición de indefensos e inocentes. ¿Quiénes eran estos hermanos nuestros? Eran sacerdotes, religiosos, novicios, seminaristas y fieles laicos cuyo único delito era ser católicos. Hoy nos parece incomprensible. Por eso aquí aprendemos el drama que supone tener el corazón vacío de Dios. La ciudad terrena, en efecto, se transforma en Babel, la ciudad de la confusión, cuando en nuestro actuar no nos inspira el amor de Dios y por tanto no aprendemos a jerarquizar y ordenar los bienes de la persona, comenzando por el respeto de su vida.
Hoy como ayer podemos experimentar los embates de una cultura laicista que no respeta la fe y la libertad y se encamina hacia la cultura de la muerte promoviendo la destrucción de la vida naciente, la eutanasia y el suicidio asistido, verdaderas corrupciones de la medicina. Hoy como ayer, el Príncipe de este mundo puede conducir los destinos de España por los caminos del enfrentamiento, del odio y de la falta de reconciliación, por los atajos que no reconocen el carácter sagrado de nuestros templos, los derechos sacrosantos de nuestras familias y la comunión entre todos los españoles. Por eso esta Catedral de los mártires nos llama a rezar el Padre nuestro, invitándonos a reconocernos todos como miembros de la misma familia de Dios, rescatados del pecado y de la muerte por la sangre de Jesucristo y su resurrección. También hoy necesitamos aprender a perdonarnos los unos a los otros y a suplicarle al Padre que nos libre del Maligno que imposibilita edificar la ciudad de Dios en nuestra tierra. Por eso no me cansaré de repetir que este lugar es un laboratorio de la fe, de la reconciliación, de la paz y un recordatorio de todo aquello que no puede volver a suceder.
La ciudad de Dios
La segunda lección que hemos de aprender en este lugar sagrado es cómo edificar la ciudad de Dios aquí en la tierra, cómo hacer de España un espacio de comunión fraterna, de respeto a las familias y de auténtica justicia social. Para ello nos ayudan nuestros hermanos mártires que, llevados a la situación límite de la muerte, fueron verdaderos maestros que nos enseñaron el amor a Dios, el amor a España y el amor a los hermanos. Conducidos ante el pelotón de fusilamiento gritaron con convicción ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva España! ¡Os perdonamos!
¿Por qué tuvieron esa libertad para gritar «Viva Cristo Rey»? La respuesta es sencilla: Toda su esperanza estaba puesta en Cristo. Ellos, reconociendo su debilidad y su pobreza, no se confiaron a sí mismos sino a la soberanía de Dios y a su Juicio. Con ello nos enseñaban la mejor de las lecciones: que la injusticia no tiene la última palabra, que la justicia verdadera le corresponde a Cristo a quien Dios Padre le ha confiado todo juicio (Jn 5, 22). Así lo profesamos en el Credo de nuestra fe: «y desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos». Olvidar el Juicio de Dios es dejar sin respuesta a todos los pobres, a los inocentes y a los maltratados injustamente en este mundo.
Las palabras del profeta Malaquías nos aseguran, sin embargo, que la aspiración más profunda del corazón humano se cumplirá: habrá finalmente justicia y se restablecerá el derecho. La razón es porque «llega el día, ardiente como un horno, en el que todos los orgullosos y malhechores serán como paja, los consumirá el día que está llegando…Pero a vosotros, los que teméis mi nombre os iluminará un sol de justicia y hallaréis salud a su sombra» (Mal 3, 19 ss).
Nuestros hermanos los mártires estaban anclados en la certeza del amor de Dios y se confiaban a su Juicio. Ellos eran conscientes de que la condición de la existencia cristiana es la persecución como nos ha recordado Jesús en el evangelio: «Os perseguirán entregándoos…a las cárceles…por causa de mi nombre» (Lc 21, 12) Es más, Él nos había advertido «y seréis odiados por todos a causa de mi nombre» (Mc 13). A pesar de todo, ellos confiaban en la promesa de Jesús. Siguiendo la escena que nos presenta el Evangelio de hoy, después de anunciar la destrucción del templo de Jerusalén como un signo de lo que será el final de la historia humana, la persecución en el tiempo presente es calificada por el Señor como una invitación al testimonio: «Esto, dice, os servirá de ocasión para dar testimonio» (Lc 21, 13).
Esta es la gran lección que aprendemos en este lugar sagrado. Nuestros hermanos, como gigantes del Espíritu, tuvieron ocasión de ser testigos de la fe y no la desperdiciaron. Llevando algunos el rosario o el crucifijo entre sus manos gritaron ¡Viva Cristo Rey! porque vivían con la certeza de que «ni un cabello de vuestra cabeza perecerá» (Lc 21, 18). Ellos sabían que estaban en las manos del Padre y que ningún tormento podría acabar con ellos (cf. Sab 3). Esta es la novedad cristiana que lleva a los creyentes a abrazarse a la cruz sabiendo que «la capacidad de sufrir, por amor de la verdad es un criterio de humanidad» (Benedicto XVI, Spei salvi, 29). Es más, Cristo ha resucitado y la muerte ha sido vencida. Su victoria es nuestra victoria.
Viéndoles a ellos y contemplando su testimonio, nosotros debemos preguntarnos ¿Cómo vivir nuestra fe en nuestra condición presente con verdadera coherencia y siendo conscientes de la siempre posible persecución? Hoy nuestra Iglesia, que celebra la Jornada Mundial de los Pobres por indicación del Papa Francisco, sufre la tentación fácil de acomodarse al espíritu del mundo, de refugiarse en el discurso social como una ONG y ceder a la postura engañosa de los compromisos humanos, teniendo escondida la fe en la intimidad de la conciencia y en el ámbito de lo privado. Esto sería vaciar de contenido el testimonio de los mártires y traicionar al Señor que nos ha enseñado a ser como «una ciudad puesta en lo alto de un monte» (Mt 5, 14).
La idea de que la fe cristiana debe quedar al margen de la vida pública y fuera de los espacios donde se decide la vida social (la familia, la empresa, las instituciones sociales de cualquier ámbito, la vida política, etc.) por una supuesta «tolerancia democrática», es contraria a lo que hoy nos enseña Jesús: «Os perseguirán llevándoos ante los gobernadores y reyes… y matarán a alguno de vosotros». Hoy debemos comprender la urgente necesidad de la presencia de los católicos en el ámbito público, proponiendo la Doctrina Social de la Iglesia y siendo conscientes de que no hay peor pobreza que no conocer a Cristo y estar privados de la esperanza del cielo. No hay peor injusticia, queridos hermanos, que condenar a las personas a vivir en los muros estrechos de este mundo sin más horizonte que la muerte. Por eso necesitamos el coraje y la audacia de los mártires para llevar adelante el anuncio del evangelio, convencidos de las palabras de Jesús: «con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas» (Lc, 21, 19). La perseverancia significa fortaleza de ánimo, paciencia que sabe esperar y seguridad en la victoria sobre la muerte. Esta victoria, alcanzada por Cristo, es participada por todos aquellos que han sido introducidos en la vida de Cristo y gozan de la presencia del Espíritu Santo, Señor y dador de vida.
El amor a España
Además de la lección del amor a Dios y el testimonio de la fe, los mártires nos enseñan el amor a la tierra de nuestros padres. Cuando en el momento de la muerte ellos gritaban ¡Viva España! no estaban manifestando una opción ideológica sino que seguían los mandamientos de Dios que nos enseñan a honrar a nuestros padres y honrar, como enseña el cuarto mandamiento, a la patria: «El amor y el servicio de la patria, dice el Catecismo, forman parte del deber de gratitud y del orden de la caridad» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2239).
Nuestros hermanos beatos eran conscientes de lo que suponía someter a España a un régimen totalitario, laicista y enemigo de la fe. Por eso con su grito querían expresar la importancia del alma católica que ha configurado a nuestro pueblo, enriquecido con el testimonio de una multitud de santos, mártires, confesores y vírgenes. Ellos conocían por experiencia que, sin Dios, la sociedad española acabaría siendo sometida por un régimen ateo que afirmaría la soberanía de la voluntad humana individual o colectiva, rompiendo los vínculos con la tradición, con la familia, con la religión y con la patria. Un régimen que, en el lenguaje de San Agustín, establecería la ciudad terrena centrada en el amor propio donde crece el odio y la división. Hoy no estamos exentos de volver a ser apresados por las ideologías que no respetan la verdad el hombre y convierten a la sociedad en un campo de intereses contrapuestos donde se rompe la concordia y la unidad de nuestro pueblo, unidad que ha sido engendrada por su alma católica.
Por eso hemos de venir aquí sin prejuicios y sin condenas de ningún tipo. Este es un laboratorio donde aprendemos a corregir los errores y un lugar que nos recuerda que somos peregrinos y que nuestra meta es el cielo. No somos vagabundos que transitan por caminos sin horizonte ni meta alguna. Este lugar sagrado nos invita a elevar la mirada al cielo recordando con San Pablo que «somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo» (Fil 3, 20).
El amor a los hermanos
Los testigos de la fe enterrados en este Campo Santo morían gritando a sus asesinos ¡Os perdonamos! Este grito estremecedor nos presenta en toda su nitidez la novedad cristiana: el amor al enemigo. Este amor se hace posible porque la fe nos da el acceso al Amor de Dios y con este Amor lo tenemos todo. Confiarse, en efecto, al Amor de Dios enriquece nuestras reservas de manera que, venciendo el odio y la rabia, el discípulo de Cristo tiene la capacidad que le da la gracia de Cristo para no tener en cuenta las ofensas y volver a ser un don para los demás, incluido el enemigo. El perdón, el no devolver el mal con el mal sino romper el círculo maléfico de la venganza, posibilita el entregarse de nuevo y ser un don para los demás. Esto que resulta imposible a las fuerzas humanas, es regalado por la gracia redentora de Jesucristo que cura todas las heridas y nos capacita para el don.
Como las demás lecciones, esta es una enseñanza espléndida que nos invita a la reconciliación y a establecer entre los españoles auténticos lazos de fraternidad que no sean simplemente un acto voluntarista. Jesús murió perdonando como lo hizo San Esteban el primer mártir de los discípulos de Cristo. Desde entonces una multitud de testigos de la fe se han sumado a este río de perdón en el que confluye este cementerio de los mártires de Paracuellos.
En esta mañana, unidos a los beatos y a sus compañeros que reposan en la paz de este vergel hermoso, queremos aprender de su testimonio y de su perseverancia. Sin perdón no se puede edificar la ciudad de Dios. Sin perdón, la vida familiar, la vida social y la noble tarea de la política, se convierten en un campo de batalla cuyos frutos no son de vida sino de muerte. Con nuestros hermanos mártires nosotros, enraizados en la fe en Dios, queremos edificar la civilización del amor como fruto de la gracia redentora de Cristo y de la justicia de Dios. Por eso, y sabiendo bien lo que decimos, no nos avergonzamos de decir con ellos ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva España! Que el perdón nos ayude a hacer de nuestro pueblo un espacio donde reine la justicia, la paz y el amor. Que la Santísima Virgen María bajo la advocación de la Inmaculada Concepción y Santiago Apóstol, Patronos de España, intercedan por nosotros.
+ Juan Antonio Reig Pla
Obispo de Alcalá de Henares
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