Con la celebración de este domingo, concluimos el año litúrgico dejando atrás el ciclo C para retomar el próximo fin de semana el ciclo A; es decir, que los evangelios que proclamaremos a partir de ésta serán ya los de San Mateo y no los de San Lucas, los cuales nos han acompañado todo este año.
Celebramos una solemnidad bastante "moderna" de nuestro calendario cristiano, si la comparamos con tantas otras de muchos siglos y cuyos orígenes se pierden en el tiempo. Sin embargo, la celebración de "Jesucristo Rey del Universo" -llamada de "Cristo Rey" hasta 1969 en que Pablo VI adaptó el nombre y fecha- se remonta al año 1925 cuando Pío XI publica su encíclica ''Quas Primas'' para conmemorar el 16° centenario del primer Concilio de Nicea, introduciendo como novedad la festividad de la realeza de Cristo en el calendario litúrgico. Con ello, el Papa quería visualizar en la liturgia aquella verdad que los padres de este Concilio resumieron de forma tan exacta en el credo:
"su reino no tendrá fin".
"su reino no tendrá fin".
En España hemos sido unos adelantados en esta cuestión, hasta el punto que fue en una parroquia de Écija (Sevilla) donde se celebró el primer triduo a la realeza de Cristo, antes incluso que el Papa introdujera oficialmente la fiesta. El sacerdote que celebró aquel Triduo fue el Rvdo. José Gras y Granollers, el cuál murió en 1918, siete años antes de la decisión del Papa. También fue muy extendida la costumbre de entronizar en los hogares españoles la imagen del Sagrado Corazón sedente; del Rey de Reyes, de Cristo Rey que quería reinar en nuestras vidas.
La liturgia de la palabra nos acerca hoy al sentido que tiene el ser rey para los creyentes. En primer lugar la lectura del profeta Samuel nos presenta la cercanía que toda soberanía ha de tener con sus súbditos, pues a fin de cuentas los reyes de nuestro mundo no son en nada distintos a nosotros, sino, como le recordarán al rey David: "de carne y hueso". Vemos también la alianza que el rey David hace con su pueblo para estar siempre pendiente y unido a sus súbditos; algo que Jesús actualizará con el sacrificio de su sangre derramada en la Cruz, como a continuación nos proclama el evangelio de este día.
El cántico que San Pablo hace en su carta a los Colosenses, vuelve a darnos pistas de por qué podemos llamar Rey al Señor:
porque nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz
porque nos ha sacado del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado al reino del Hijo querido
porque por su sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados
por que es imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura
porque en él fueron creadas todas las cosas
porque es la cabeza del cuerpo, de la Iglesia
Porque es el primogénito de entre los muertos
porque es el principio y primero en todo
Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él y para él quiso reconciliar todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz.
Y por último, el hermoso texto de este evangelio nos transporta en este frío tiempo a los días de Pasión y Semana Santa. El texto del diálogo de Jesús ante los Sumos sacerdotes, con las burlas de los magistrados como telón de fondo, exponen la naturaleza del reinado de amor del Hijo de Dios; del rey pobre, humilde, paciente, silencioso, que se deja pisar, que no guarda rencor, que ama incluso a los que le escupen, maltratan y hasta le arrebatan la vida.
Hay muchas personas que no entienden que se pueda reinar desde el patíbulo de un madero; que les queda lejos asimilar la grandeza del reinado de la Cruz. Incluso hay personas "de Iglesia" que están en contra de que exista esta celebración en nuestro calendario (aún el pasado año un sacerdote diocesano escribió un artículo pidiendo la supresión de esta solemnidad). El problema es visual, se imaginan a Jesús con tiaras de oro y túnicas de terciopelo cuando su corona es de espinas y la túnica es de sangre. El problema -si así se le puede llamar- es de prisma reduccionista, simplista y torpemente ideologizante.
Es este reinado -en palabras del mismo Señor- "un reino que no es de este mundo", pero que los cristianos debemos empezar a construir aquí y ahora buscando que nuestra existencia terrena, a pesar de sus flaquezas y pobrezas, pueda empezar a gustar ya aquí lo propio del cielo que por culpa de nuestra desobediencia ahora nos es lejano.
¿Y en qué se caracteriza el reinado de Cristo?. La respuesta nos la da la liturgia en el prefacio propio de este domingo: "un reino eterno y universal: el reino de la verdad y de la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia,el amor y la paz".
También al bendecir la mesa recordamos que el banquete eterno será en el reino prometido donde seremos comensales de la mesa celestial, esa mesa que anticipa aquí nuestro altar en torno al cual compartimos lo que somos -seguidores de Cristo- y lo que tenemos -a Cristo hecho alimento de salvación-. No está situada esta celebración de forma casual en este último domingo del año; con ello la Iglesia nos recuerda el propio ciclo de nuestra existencia: primero la muerte corporal (de la que hablamos los pasados domingos) y tras ésta el reino que se nos ofrece. Preparemos cada día para merecer ser admitidos en la morada de la gloria donde el señor tiene su trono. Se entenderá así la paz de los moribundos que cierran los ojos para esta vida con todas las deudas saldadas y con la mirada puesta en la Jerusalén celeste . En ellos se hace verdad igualmente las palabras del salmista: Qué alegría cuando me dijeron vamos a la casa del señor, ya están pisando nuestros pies tus umbrales Jerusalén...
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