Recuerdos inolvidables
Los turistas viajan calculando todo cuanto pueden, los grandes y los pequeños pormenores de su trasiego: otra cultura, otra lengua, usanzas diferentes, climas diversos y un largo etc. En la medida que pueden todo lo traen contado, pesado y medido, para evitar imprevistos que les compliquen el periplo. Por el contrario, los peregrinos se dejan llevar por otro, Otro que lleva mayúsculas. Puestos en las manos de Dios le dejan un margen grande, para que sea Él quien venga a sorprenderlos con un don y una gracia que no entra en los cálculos humanos de quien viaja a mundos desconocidos. Así lo he vivido en nuestra misión diocesana de Benín, descubriendo tantas cosas.
En primer lugar, el horizonte de un mundo y una Iglesia que es más grande de las diarias fronteras de mi vida. Asturias es una tierra particularmente bella por su historia y geografía, con la gente preciosa de esta región tan cargada de nobleza y bondad en su acogida. La diócesis de Oviedo que tiene siglos de camino, donde hay santos, mártires, y tantos cristianos con sus diferentes vocaciones que han dado vida, han puesto esperanza y han repartido entrega a manos llenas, por amor a Dios y a los hermanos. Pero, siendo verdad esto, tan gratamente, el mundo y la Iglesia tienen un mapa más amplio, más inmenso, más diverso y variopinto. Entonces tu mirada se dilata, y comprendes que las cosas que a diario te suceden entre valle y valle, entre pueblo y pueblo, entre prueba y prueba, entre lío y lío… no agotan el universo donde hay muchas más cosas con todas sus agradables noticias ensoñadas y con sus todas sus pertinaces pesadillas. Dios te hace ese regalo que agrandar tu pupila, dilatando esa mirada que te permite ver de otro modo lo que cotidianamente acontece en nuestra orilla.
En segundo lugar, los misioneros. Son muy queridos todos cuantos han pasado por estas comunidades cristianas, dejando la buena huella del hacer misionero. No son agentes de promoción cultural o social; no son los comerciales de una ONG altruista de financiación internacional; tampoco vienen a jalear con terapias de guerrilla pirata con reivindicaciones ajenas al Evangelio. Son nada más y nada menos que misioneros, sacerdotes, religiosos, laicos comprometidos hasta el fondo, y todos desde una exquisita comunión con la Iglesia. Enseñan a amar a Dios, a María y a los santos. Preparan la catequesis según la edad y los momentos. Celebran los sacramentos, particularmente la Eucaristía y la Penitencia, pero también el Bautismo, la Confirmación, el Matrimonio, la Unción de los enfermos. Proclaman la Palabra de Dios que predican en estas lenguas locales complicadas muchas veces. Y desde aquí crean comunidad, hacen pueblo, sostienen la esperanza de esta gente sencilla, vendando sus heridas, sembrando paz en sus conflictos, y defendiendo lo que es justo en su dignidad humana.
Y en tercer lugar, está el regalo de este increíble pueblo: niños, jóvenes, adultos y ancianos. Un misionero lo da todo y todo lo recibe con creces hasta quedar conmovido y lleno de gratitud sincera. ¡Cuántas cosas he recibido yo en esos pocos días con ellos, de pequeños y grandes, de gente que comienza con su fe y de cuantos ya llevan años de andadura creyente! Especialmente el domingo, día del Señor que permite asomarse a un verdadero pueblo en fiesta. Es la alegría contagiosa que se torna en el anuncio cristiano, como ya ocurría con la primitiva Iglesia: ¡mirad cómo se aman! Es el comentario impávido de cuantos los ven pasar como dulce provocación que supone la presencia de una comunidad cristiana. Feliz buena nueva, de una misión que no acaba.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
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