Seguimos en este mes que algunos llaman “veroño”, entre el verano que no termina de marchar y el otoño al que le cuesta adentrarse. Pero es un mes misionero que queremos como tal vivir uniéndonos a la iniciativa del Papa Francisco, recordando precisamente que todos por nuestro bautismo debemos ser misioneros, comunicadores de una Buena Noticia que traiga la esperanza cristiana a este mundo tan necesitado de ella.
Rescato del baúl de mi diario, otra de mis visitas a la misión diocesana de Benín. Salimos cuando ya había anochecido en Oviedo. El orvallín nos despedía con un clima fresco de unos trece grados. Al llegar a Madrid para tomar el avión, era ya madrugada. El frío nos alertaba con su grado sobre cero que estábamos en el invierno castellano. “Sal de tu tierra…”, se le dijo a Abraham, el primer misionero en la andanza de ir a donde Dios le enviaba. Con esta emoción y con semejante respeto iniciábamos también este viaje misionero, aunque tan sólo duraría unas semanas. Todo lo que teníamos que facturar lo hicimos con la dirección bien puesta: Mission Catholique. Bembèrèkè (Benín). Allí marchaban los bultos y nosotros con ellos. Lo habíamos decidido meses atrás: pasar la Navidad con nuestros hermanos misioneros, en ese enclave asturiano que la Diócesis de Oviedo tiene en el corazón de África. Tantas veces me lo habían sugerido tras mi último viaje allá. Llegó el momento como gesto de cercanía, agradecimiento, de apoyo fraterno, cuando ese continente hermano ha vuelto a ser noticia no por su belleza, no por sus recursos, no por la bondad sencilla de su gente sufrida y de tantos modos creyente, sino por la pandemia de turno que ahora se llama ébola como en otro momento se llamó sida.
Ya había segado muchas vidas el ébola, este virus letal. Pero no despertó ningún interés especial durante años, ni los laboratorios se unieron para atajar su mordiente mortal, hasta que su zarpa arañó fatalmente a europeos y americanos. Podrían contagiarnos, se decían los asustados del primer mundo opulento e insolidario: hagamos algo. Y lo hicieron. Mucho me impresionó que la inmensa mayoría de los misioneros no hayan querido escapar, permanecen allí siguiendo la suerte de su pueblo al que por amor a Dios fueron, y al que con amor de Dios no dejan de anunciarles la esperanza y la gracia, la dignidad y la justicia, el perdón y la alegría, en definitiva, la Buena Noticia cristiana.
Era justo que volviese a ir, pero ahora en Navidad, y que creyese que sería el mejor modo de emplear no la lotería que no nos tocó porque no jugábamos nada, pero destinar a esto la paga extraordinaria navideña nunca mejor empleada. No importa el largo viaje, ni la falta de todo lo que habitualmente te rodea y te regala. Vale la pena llegar allí con estos hermanos nuestros sacerdotes diocesanos, los muchos catequistas a los que ayudan y por los que son ayudados. Cambiar de paisaje y escenario, y celebrar el mismo misterio de un Dios que se hace Niño con estos buenos hermanos por los que también Jesús vino y dio su vida. Hacerlo al modo africano con todos sus medios y su manera.
La piel de Dios no tiene pasaporte, no sabe de fronteras, no tiene problema con las lenguas. Dios se ha hecho uno de nosotros, naciendo allí donde la vida llora o sonríe, donde sueña sueños de oro o se desvela con pesadillas, donde ama y la corresponden, donde la desprecian hasta el holocausto. Dios ha venido para hacernos esta grande gracia navideña: aprender mi lengua para que yo sepa de sus hablares, venir a mis caminos para que yo frecuente los suyos por donde anda. El Niño Dios es tan africano como europeo, su piel es tan blanca como la mía y tan negra como la que allí vi. Bendito milagro de quien puso su tienda de encuentro en nuestras contiendas de desencuentro.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
No hay comentarios:
Publicar un comentario