El 4 de octubre de 1920 se constituyó en Glasgow, una obra de la Iglesia Católica dirigida a servir a los trabajadores de los puertos marítimos o los que se hallan a bordo de las embarcaciones, así como a sus familias: el apostolado del mar.
Anteriormente, la Sociedad de San Vicente de Paúl había abierto diversos centros para la asistencia de marineros católicos en distintos puertos de Europa, América y Oceanía, y el obispo italiano Giovanni Battista Scalabrini había confiado a algunos sacerdotes la misión de acompañar a los emigrantes que se dirigían en barco a América y destinado a otros, como capellanes, a los puertos de Génova y Nueva York.
En Londres, a su vez, fue creado un comité, dentro de la sociedad católica de la verdad (Catholic Truth Society), que debía proveer de libros formativos a los tripulantes de los barcos de la marina real, mercante, pesquera y hospitalaria, mientras que, en Francia, los Agustinos de la Asunción fundaron la Societé des Oeuvres del Mer.
Fue, sin embargo, un jesuita, John Gretton, quien, en 1895, abrió una sección del apostolado de la oración dedicada al apostolado del mar, y otro jesuita, Joseph Eggers, quién inauguró, en 1899, un centro del apostolado del mar en el puerto de Clydeside, que se mantuvo sumamente activo hasta 1907.
Años después, el 4 de octubre de 1920, un grupo de personas reunidas en Glasgow reactivaron aquella obra del apostolado del mar y le asignaron, además de la de orar, las funciones de asistencia social y de formación espiritual y moral, confiriéndose la fisonomía que actualmente conocemos.
En esa misma ciudad de Escocia tendrá lugar, desde el 29 de septiembre hasta el 4 de octubre de 2020, el congreso internacional con el que serán clausurados los actos que, a partir de la semana que viene, se celebrarán en todo el mundo. Téngase en cuenta que el Apostolado del mar se halla presente en 261 puertos de 55 países y cuenta con más de 200 capellanes y centenares de voluntarios al servicio de los navegantes y de sus familias.
Ángel Cuartas Cristóbal, seminarista mártir, beatificado el pasado mes de marzo en la Catedral de Oviedo junto con otros compañeros igualmente mártires, pertenecía a una de esas familias que viven en el mar y de la mar. Era de Lastres. Su hermana Elvira contaba que lo llevaba de noche con ella, cuando llegaban las barcas, para que la ayudase en el proceso de tratamiento del pescado, al que se dedicaba una empresa radicada en Lastres, antes de introducirlo en las latas de conserva.
Eran humildes y necesitaban el dinero. Todos tenían que arrimar el hombro para poder sobrevivir. Él, con tan sólo 11 o 12 años, también, y cuando volvía desde el seminario de Valdediós a Lastres, para pasar las vacaciones en casa, iba a la mar con su padre. ''Era un miedoso, porque nada más que había un poco de viento se agarraba se agarraba al banco donde iba sentado'', declaró su hermana en el proceso de beatificación. El adolescente Ángel sabía bien cuáles eran los riesgos que corrían los pescadores cuando salían a faenar a la mar.
Y es que la vida de los navegantes puede parecer atractiva, porque se viaja y se conocen lugares nuevos, pero la realidad es que, en alta mar, pasan temporadas increíblemente largas lejos de sus familias, sin salir del barco; tienen dificultades para la comunicación a causa de la variedad de nacionalidades y culturas a bordo, surcan aguas controladas por piratas y padecen injusticias infligidas por empresarios o por la aplicación de leyes supranacionales claramente perjudiciales para sus intereses.
Es, en fin, una brega dura, y en ocasiones fatal, en la que nunca faltan, sin embargo, la presencia, el aliento y el amparo de ese Santo Cristo que sabe de zarandeos provocados por una galerna y cuya imagen han portado las olas hasta el rebalaje de la playa. Y ya en su ermita, desde el lugar en el que escucha las súplicas de quienes acuden a él, desesperanzados de recibir cualquier otra suerte de socorro que no sea el suyo, es Santo Cristo, con amorosa providencia, conforta y auxilia, sabedor de todas sus cuitas, a las gentes del mar.
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