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viernes, 14 de junio de 2019

Homilía en la fiesta de Cristo Sacerdote



Tenemos tres fechas en el calendario litúrgico, en las que los sacerdotes somos convocados en torno al altar de Dios para dar gracias por nuestro ministerio, y para pedir gracia en nuestra fidelidad: la Misa Crismal, en la que renovamos nuestras promesas sacerdotales junto al pueblo de Dios que nos acompaña y sostiene como laicos y consagrados; la fiesta de San Juan de Ávila, doctor de la Iglesia y patrono del clero en España; y la de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, que sólo en nuestras diócesis españolas la tenemos como festividad.

Aquí en la Diócesis de Oviedo, añadimos a esta festividad de Cristo Sacerdote que hoy celebramos, un motivo fraterno que tiene su entrañable significado: acoger a los hermanos que cumplen las fechas redondas de sus 50 o 25 años de ministerio sacerdotal, y unirnos a su acción de gracias en las bodas de diamante, de oro o de plata.

Jesús es el Sacerdote por excelencia, tanta que le hacer ser único. Nuestro sacerdocio es una comunión con su ministerio, hasta el punto de afirmar, como hemos escuchado en la oración colecta, que nos ha elegido como ministros suyos para dispensar sus misterios. No somos nosotros los que repartimos nuestras genialidades pastorales, ni las estrategias de nuestras ocurrencias, sino que hemos sido llamados a representar al Buen Pastor como portadores de su gracia y portavoces de su buena noticia. Sólo hay un Sacerdote: el Señor, y nosotros participamos inmerecidamente de su ministerio al haber sido llamados con amor de hermano por Él, como luego escucharemos en el prefacio.

La carta a los Hebreos nos dice algo muy importante del sacerdocio de Jesús: que el Padre Dios no quiso los sacrificios y las ofrendas, sino el cuerpo. Es decir, los sacerdotes del AT ofrecían sacrificios, echaban incienso, recogían ofrendas, pero todo eso podía no tener nada que ver con ellos. Podían acabar siendo meros transmisores inertes, comunicadores sordos, sin que aquello que ofrendaban y realizaban, comprometiese realmente su propia vida. Así estaban ejerciendo su sacerdocio según los turnos, según los horarios y calendarios que les tocaba en suerte, sin más.

Así se entiende la crítica de los profetas hacia los sacerdotes de oficio y beneficio que no daban la alegría a Dios, con palabras duras hacia ellos por esa especie de funcionariado que hacía estéril su tiempo y su dedicación tanto al culto en el templo, como a la gente que teóricamente ellos pastoreaban. Dios no quiso que su Hijo bienamado fuera un sacerdote así, de esa guisa. Y entonces se entiende lo que dice el autor de la carta a los Hebreos: “no quieres ni aceptas sacrificios ni ofrendas, holocaustos ni víctimas expiatorias”. Así era, porque lo único que Dios aceptaba es lo que su Hijo le dio como sacerdote: “aquí estoy yo para hacer tu voluntad”, entregando su vida entera, su cuerpo entero, su tiempo todo, su libertad incondicional, su afecto por completo.

Hoy estamos celebrando en esta fiesta de Cristo Sumo y Eterno Sacerdote, las bodas de oro y plata de unos hermanos nuestros: Julio Eugui, de la Prelatura del Opus Dei, Manuel Albino Laruelo, Jose María Llada, Manuel Suárez, P. José Blanco CMF y P. Manuel Fernández SDB, que hacéis cincuenta años de ministerio, y Juan Ignacio García, Francisco Rodríguez y José Manuel Viña, P. Miguel Ángel Ríos OP, que ya vais por los veinticinco. Aquí estáis también vosotros después de todos estos años, para dar gracias y para pedir gracia, diciendo después de tanto vivido lo que hemos dicho en el salmo: el Señor es mi pastor, nada me falta.

¡Cuáles habrán sido las primeras impresiones tras dejar el seminario o las casas de formación religiosa en vuestras órdenes, y encontraros en la intemperie de un trabajo pastoral a cielo abierto! Tantas alegrías como cumplimiento de lo que soñasteis mientras os preparabais para vuestra ordenación sacerdotal, y quizás no pocos agobios cuando las cosas se han podido torcer o salir por derroteros que os dejaron perplejos y confundidos.

Pero toda la trama de cincuenta o veinticinco años, con todos sus cambios climáticos, sus días soleados de claridad o sus noches de pertinaz oscuridad, no han faltado a la cita cuando la paz o la zozobra, la ilusión o el desencanto, la comprensión o el desdén, la compañía amistosa o la soledad solitaria, han podido hacerse presente en vuestro camino.

Al comienzo de la pascua estuve con el Consejo Episcopal en Montilla (Córdoba), para celebrar el jubileo de San Juan de Ávila, nuestro patrono como sacerdotes. Allí recordé una de sus deliciosas cartas, que la liturgia de su fiesta nos ofrece de parte de la Iglesia. Son realmente hermosas sus palabras al jesuita P. Francisco Gómez, para que fueran dichas en el Sínodo Diocesano de Córdoba del año 1563: «No sé otra cosa más eficaz con que a vuestras mercedes persuada lo que les conviene hacer que con traerles a la memoria la alteza del beneficio que Dios nos ha hecho en llamarnos para la alteza del oficio sacerdotal… Mirémonos, padres, de pies a cabeza, ánima y cuerpo, y vernos hemos hecho semejables a la sacratísima Virgen María, que con sus palabras trajo a Dios a su vientre, y semejables al portal de Belén y pesebre donde fue reclinado, y a la cruz donde murió, y al sepulcro donde fue sepultado». Mirarnos de pies a cabeza, mirarnos en el alma y en el cuerpo, y que rompa nuestro canto en la gratitud por un inmerecido don que hemos de vivir con fidelidad y cuidado. Así lo pedimos en este día tan especial para todos nosotros.

No deja de ser un regalo que tiene nombre, edad y recorrido al mirar a estos hermanos que hoy celebran nada menos que sus 50 o sus 25 años de sacerdocio. Siempre me conmueve esta efeméride que nos obliga serenamente a mirar hacia atrás no para que nos dé un ataque de nostalgia por los muchos años pasados, sino para comprender de dónde partimos, por dónde anduvimos, y ahora cómo y dónde estamos. Sería señal, y así lo deseo y verifico, de que hemos ido viviendo y celebrando el paso de los años con paz, con mesura, con todo lo que conlleva la humana condición que ha sido abrazada por la gracia de Dios y por su Iglesia acompañada.

Si nos remontamos a esos años que abrieron vuestra andadura sacerdotal: 1969 y 1994, ¡cuántas cosas han sucedido, cuántas se han gozado, sin duda, y cuántas se han llorado quizás! Los sueños más cumplidos habrán llegado y acaso no han faltado algunas pesadillas. Compañeros que con vosotros se acercaron al altar y que por mil circunstancias luego lo dejaron. Otros que fallecieron mientras hacían este mismo camino que vosotros habéis realizado, o algunos que se cansaron y se rindieron de tantas formas. Y otros, tal que vosotros queridos hermanos que, en medio de la andadura variopinta, estáis aquí dando gracias y celebrando.

Quedan atrás, muy atrás tantas cosas, tantos nombres, tantos momentos bajo la sombra de las nubes o bajo los soles luminosos. Situaciones en los que os supisteis fuertes y acompañados, y otras en los que la confusión, el desgaste o la soledad os dejaron tocados. Pero como escuchasteis el día de vuestra ordenación, Dios es fiel, sí ese Dios que os ha llamado. No ha retirado su llamada que sigue siendo la misma, aunque por el implacable paso del tiempo vosotros hayáis cambiado. Con vosotros queremos dar gracias por lo mucho y por lo más, y pedir gracia para que se siga celebrando esta historia inacabada, que el Señor, Buen Pastor, sigue escribiendo cada día en la hora de su entraña con la tinta de vuestra libertad fiel y entregada.

Tenemos presentes a vuestros seres queridos, a padres, hermanos, amigos, profesores y formadores, sacerdotes y cuantos fueron decisivos en vuestro camino. También tanta gente a la que en nombre de Dios y de la Iglesia habéis servido: cuántos niños, jóvenes, adultos, ancianos han escuchado vuestros consejos, los habéis sostenido en sus dificultades, habéis enjugado sus lágrimas, habéis compartido también sus alegrías. No pocas de sus búsquedas, de sus preguntas habrán encontrado en vuestra paternidad espiritual una luz, un aliento y una fraterna compañía. Recordamos a cuantos acercasteis el Pan del Cuerpo de Cristo, o el bálsamo de su Misericordia al confesar sus pecados, la luz de la Palabra divina que pronunciaron y explicaron vuestros labios, y las bendiciones que vuestras manos por doquier repartieron con la gratuidad que Dios las puso en ellas, a los que cerrasteis los ojos para que los abriesen eternamente, mientras sosteníais la esperanza de los que aquí quedaban sumidos en sus llantos. Que hoy sea todo ello un homenaje al Señor y a vosotros, por vuestro sí, por el itinerario de vuestro rastro que se hace canto de gratitud en un rostro confiado. Habéis ofrecido el sacrificio más importante: el de vuestra propia vida, vuestro corazón, vuestra inteligencia, vuestro tiempo, vuestra libertad, vuestro temperamento. Es el cuerpo de una vida entregada por entero. Por vosotros y con vosotros, damos gracias.

Os encomendamos a nuestros Mártires seminaristas, a San Josemaría, San Juan Bosco, Santo Domingo, San Antonio María Claret, y pedimos que la Santina os bendiga siempre y a nosotros a través de vuestras manos. Ad multos annos, hermanos.

+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
13 junio de 2019

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