Todavía me parece ver aquella escena en la que aquellos jóvenes vivarachos intentaban convencer al profe de Religión de que su materia era abstracta, que no suscitaba ningún interés en sus vidas, que era un rollo patatero, como decían aún en una jerga aceptable dentro de su informalidad. Una chica preciosa y pizpireta argumentaba así como delegada de curso ante el regocijo de sus compañeros, que veían al profe en un aprieto inusual. Pero éste no se arredró, y aceptó el reto. Comenzó el diálogo.
¿En qué órgano del cuerpo se
esconde tu alegría?, preguntó el
profe. No lo supo decir, porque
recordaba que tantas veces todo
su cuerpo cantaba de gozo. ¿Y
podrías decirme de qué color es
el amor o dónde habita? Del todo
ruborizada por tan insólita pregunta, tampoco supo responder.
Entonces... no existen ni la alegría ni el amor, si no sabes dónde
anidan, qué color tienen, ni quién
les da cobijo o se atreve a dibujarlos. Esto mismo sucede con Dios,
remató el profe. Y se quedó así ella,
como muda, sin respuesta, totalmente pensativa, como el resto de
sus compañeros de clase.
Aquel maestro lleno de sabiduría que conocí en Italia, hablaba así a los jóvenes, a sus padres, planteándoles el sentido religioso de la vida. Citaba autores que, no siendo siempre creyentes, sin embargo, dejaban en sus poemas la evidencia más veraz de que en nuestro corazón hay siempre un reclamo que, si no lo censuramos o nadie nos lo censura, nos lleva hasta la misma pregunta por Dios. Mucho antes lo dijo el gran San Agustín en sus célebres Confesiones: “nos hiciste, Señor, para ti, e inquieto estará nuestro corazón hasta que descanse en ti”.
Sí, somos un corazón inquieto.
Lo decía el poeta Cesare Pavese:
“¿alguien nos ha prometido nunca
nada? Entonces, ¿por qué esperamos?”. Aparentemente nadie nos
promete nada, pero nuestro corazón no sabe dejar de esperar: todos
esperamos tantas cosas, que luego
no coinciden con lo que nos brindan los paraísos del poder, el dinero y el placer como decía Thomas
Eliot. Y, a pesar de ser una y otra vez
burlados, chantajeados, engañados, hay un reducto del alma que
no se rinde y vuelve a soñar, atreviéndose a esperar lo que su corazón inquieto le exige como belleza,
como bondad y como verdad para
las que nacimos, esas que coinciden con la entraña de Dios.
De todo esto habla la ra de Religión Católica: educar esta
inquietud, acompañar esa espera,
ayudar a descubrir que la promesa
de Dios es lo más correspondiente con las exigencias más nobles de
nuestro corazón. Y que todo esto
tiene que ver con la vida, con lo que
me enamora, lo que me asusta, lo
que me despierta y anima, con lo
que sueño, con aquello que repudio y descarto.
Un niño o un joven que no ha
tenido esta educación, tendrá
menos posibilidades para ver la
realidad con todos los factores que
la componen. Y habrá que suplir
esa terrible carencia con cuanto
pueda embotar su mirada y okupar su corazón: demasiadas cosas
superfluas, inútiles o incluso nocivas (el alcohol y la droga como evasión, el sexo sin amor, etc.). La asignatura de Religión es una oportunidad para crecer en humanidad,
para ser más y mejor persona, porque nos pone delante esas exigencias de belleza, bondad y verdad
que realmente nos hacen libres y
nos permiten amar.
Por este motivo, un año más,
animo a los padres que tienen hijos
en edad escolar, y a los mismos
jóvenes, a que escojan la asignatura
de Religión. No privéis a vuestros
hijos, no os privéis vosotros mismos, de una materia que con respeto ayudará a que las personas sean
formadas integralmente, sin ninguna mutilación ideológica. Sólo
ellos serán más libres. Sólo ellos
sabrán dónde está el gozo y qué
color tiene el amor, porque Dios
es el discreto cómplice de los latires mejores de su inquieto corazón.
Vale la pena.
+Jesús Sanz Montes O. F. M.
Arzobispo de Oviedo
No hay comentarios:
Publicar un comentario