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sábado, 18 de mayo de 2019

Homilía en el funeral de Mons. Juan Antonio Menéndez Fernández Obispo de Astorga

Señor Cardenal presidente de la Conferencia Episcopal Española y demás hermanos arzobispos y obispos. Señor Administrador diocesano de Astorga, sacerdotes y consagrados. Señor Alcalde de Astorga y autoridades civiles, militares y académicas. Fieles laicos y seminaristas. 
Hermanos que venís desde Asturias para esta celebración. Familiares y amigos de D. Juan Antonio. 

A todos vaya mi gratitud por vuestra presencia y el deseo de que Dios llene vuestros corazones con la paz y guíe vuestros pasos en el bien.

Era fría aquella mañana de diciembre, como acostumbra esta tierra en esas fechas del año. El día 19 amaneció con un sol espléndido y alto, que nos permitió ver un horizonte largo y venturoso que se abría para el obispo que llegaba a esta querida diócesis de Astorga. Le acompañamos desde su Asturias natal, con el pesar de quien perdía allí a un entrañable hermano y amigo, y con el gozo de quien lo ganaba aquí en la capital maragata. Ya le conocían de viajes, de encuentros y de charlas, y todo pintaba radiante en aquella mañana de finales del año 2015.

Las campanas tuvieron su murmullo sonoro, y supieron tañer a fiesta por la llegada del buen pastor que la Iglesia les daba. Un hombre joven, con la ilusión de quien estrenaba así su ministerio episcopal como obispo residencial tras los dos años que yo tuve el regalo inmerecido de tenerlo como obispo auxiliar en Oviedo. Hoy las campanas tienen otro tañido, y su sonido nos arrebuja con el dolor contenido de lo que seguimos sin dar crédito a lo que tan rápido y tan imprevisto ha sucedido.

Un compañero de curso de D. Juan Antonio fallecía anteayer también tras una severa enfermedad de corazón. Esa misma tarde me mandaba vuestro obispo un mensaje breve, quizás el último que envió, para decirme que estaba conmovido por la muerte de su amigo, y que era su intención ir hasta Gijón para celebrar allí una misa de cuerpo presente por su compañero. Me lo decía pidiendo anuencia y compartiendo sus pesares. Pero a los pocos minutos él mismo caía por tierra de un infarto fulminante en su despacho del obispado. A partir de entonces todo fue un intento imposible para salvar lo insalvable.

Todos teníamos nuestra agenda con sus citas y tareas, esas que van completando las páginas en blanco de cada día aún sin escribir. Ahí se inscriben nuestros compromisos, funcionan nuestras secretarías si las tenemos, y se suceden las encomiendas que unos y otros nos van anotando para no improvisar las cosas. Pero Dios también tiene su libreta, y en ella escribe sus providencias que puntualmente nos comunica cuando llegan en el día y hora por Él señalados. No antes, no después, sino en ese instante que sólo Él prevé, en medio de esa circunstancia en la que nos llama con voz inapelable una y otra vez.

Quien más y quien menos de los aquí presentes, hemos tenido que hacer hueco en esta tarde para venir a la Catedral de Astorga sin cita previa. Tantas cosas han pasado a un segundo plano, y su importancia ha caído por tierra ante algo inesperado que desbarata todo aquello secundario cuando llega intempestiva una hora esencial como esta. Obedientes hemos dejado todo y acudimos dando mil vueltas en nuestro interior a todo esto que ha pasado tan inesperadamente. Tantas cosas que parecían fijas, se descolocaron; tantas que eran relevantes, han perdido su relieve de urgencia y han cesado; y sólo nos queda esta evidencia de “cómo se pasa la vida y cómo se viene la muerte tan callando”, como decía nuestro poeta Jorge Manrique. Es así que se nos impone la lección que siempre entraña la hermana muerte corporal: qué fácil y engañosamente fijamos nuestro contento o señalamos como nuestro pesar, lo que de suyo no merece el brindis de nuestro gozo ni debe reclamar el llanto de nuestras lágrimas. Sólo es importante lo que en Dios nace y a Él retorna, tras haberse paseado por el tiempo fugaz asignado en su divina providencia. Sólo así somos libres con la santa indiferencia que nos hace sabios, sin temer ningún desprecio y desdé ni buscar ningún reconocimiento o aplauso.

Conocí a D. Juan Antonio a mi llegada a Oviedo como arzobispo hace nueve años. Encontré en él a un hermano cercano lleno de sentido eclesial, que me hizo fácil y llevadero mi comienzo. Sus consejos, sus valoraciones, hizo que sopesase desde el primer momento que podría ser un buen obispo auxiliar. Y lo fue con creces en los dos años que juntos caminamos encontrando en él al amigo y al compañero. “El Señor me dio hermanos”, decía San Francisco de Asís. Esto mismo dije yo cuando el Papa Francisco nombró a Juan Antonio obispo. La víspera del día de su ordenación, hice retiro para preparar la celebración y escribir la homilía. Anoche trasnochaba para escribir estas líneas. He releído lo que entonces le dije a Juan Antonio al estrenar su oficio de pastor: “Un oficio, sí –le decía–. Porque San Agustín llama a este ministerio que vas a recibir como obispo así precisamente: officium Amoris, oficio de amor (cf. Jo. Ev. Tr. 123,5), que no es otro que dar la vida por aquellos que se te confían. Pero como ya decía nuestro poeta, “sin que hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo… no sabiendo los oficios, los haremos con respeto” (León Felipe, Salmos del caminante). El respeto con el que deberás ir aprendiendo lo que hoy se te da para tu bien y para el nuestro: porque a partir de este día serás obispo, Juan Antonio, aunque podemos decir más bien que hoy empiezas a serlo como se inicia un comienzo, estrenando y renovando esta gracia cada día”. 

Al terminar en Asturias y ser nombrado obispo de Astorga, siguió estrenando y renovando la gracia cotidiana a la que fue llamado. Quedando dentro de nuestra Provincia Eclesiástica, era frecuente vernos y, por razones obvias, las llamadas y los encuentros formaban parte de una relación fraterna no interrumpida. Le vi crecer en alegría entre vosotros, se supo muy querido por los sacerdotes, los consagrados y por los laicos. Disfrutaba indeciblemente en las visitas pastorales y en los encuentros diocesanos, mientras iba poco a poco aprendiendo su tarea como obispo residencial diocesano. Esto fue la fuente de su gozo como pastor y en ella descansaba junto a vosotros.

Dificultades las ha tenido, como de todos es notorio. Las heridas que deja la vida cuando nos zarandea la incomprensión, la calumnia, el ensañamiento, quizás no se perciben cuando los arañazos y desgarros quedan por dentro. Sufrió enormemente con toda una serie de situaciones heredadas que intentó abordar con mesura, prudencia y tacto. No siempre obtuvo el beneplácito del respeto por parte de algunas personas y de algunos medios de comunicación, dejando en él la huella del sufrimiento que cristianamente asumió con entereza y paciencia. Casos concretos de sacerdotes descentrados y extraviados que hicieron daño a personas inocentes víctimas de sus desvaríos, le llegaron a herir en su entraña de pastor y en su responsabilidad de obispo que, no obstante, él vivió con actitud evangélica y obediencia eclesial.

No sólo aquí en la diócesis de Astorga, sino también en la Conferencia Episcopal, tuvo esa disponibilidad grande y generosa para acompañar a los pobres de tantas pobrezas desde la Comisión de Migraciones que presidía, y desde la Comisión de ayuda a las víctimas de abusos de menores. No rehuyó la cruz que supuso su entrega, por más que esto haya pagado el alto precio de un desgaste y sufrimiento que le ha costado la vida. No pocas veces hablábamos por teléfono y me pedía oraciones, ánimo y cercanía fraterna cuando arreciaban persecuciones bien organizadas con calculadas estrategias. Jamás tiró la toalla ni se bajó de la cruz, y hasta el final dio, a quien quisiera verlo y escucharlo, el supremo testimonio del amor a Dios y del amor a los que se le confiaron como pastor de la Iglesia.

Pero la palabra final no pertenece a un destino malvado que destruye, aunque deje cicatrices en el alma y heridas en el corazón. La palabra última se la reserva siempre Dios tras todas nuestras torpes palabras penúltimas. Y Dios nos vuelve a revestir de belleza y de bondad, como en la mañana primera de la creación, al llamarnos por nuestro nombre y al recrearnos de nuevo en el encuentro eterno tras la muerte. Es el aleluya final de pascua que viene a coronar todas nuestras lamentaciones cuaresmeras. Lo decía ayer en el funeral de este sacerdote compañero de Juan Antonio. El canto es el aleluya que tiene por estrofa una trama de victoria infinita que narra un triunfo que no tiene arrogancia triunfalista. Es lo que decimos en el prefacio de pascua: “en tu muerte Señor, ha sido vencida nuestra muerte, y en tu resurrección hemos resucitado todos”. 

Desde que somos concebidos tenemos ya edad para morir como inevitable tránsito que nos aboca a la vida eterna para la que nacimos. Paradójicamente la muerte forma parte de la vida y todos tenemos grabados tantos momentos en los que volvemos a escenificar el duelo de este desenlace. Pero no por tantas veces escenificado, no por tantas veces visto y vivido el momento, deja de conmovernos cada vez que el adiós hay que dárselo a alguien cercano y querido. Es entonces cuando todas nuestras preguntas se exaltan, se revuelven y nos desafían. Así, con la humildad de nuestra humanidad herida y con la humilde fe que nos abre a la esperanza, nos atrevemos a mirar el cuerpo sin vida de quien para nosotros ha representado un regalo como familiar que lleva nuestra sangre y apellidos, como amigo que se hizo confidente de nuestros ensueños y pesadillas, como pastor de nuestras almas que acompañó nuestro camino cristiano.

Ante esta provocación que en la vida nos propicia la muerte, no hay libro de reclamaciones en el que podamos expresar el disgusto o plantear una queja buscando responsabilidades. La vida se decide según el plan que Otro más grande traza para nuestro bien eligiendo la fecha, el momento y la circunstancia, aunque nosotros no entendamos tantas cosas y nos quedemos con un dolor tan dolorido y todas nuestras preguntas a flor de piel con todos sus porqués pidiendo una respuesta que no se nos dará en esta tierra. Sólo cabe entonces la rebeldía creyente de quien dice sí a lo que no entiende, mientras renuncia a la rebeldía blasfema de quien no acepta tamaña deriva. Rebeldía creyente porque con nuestro llanto y dolor se levanta acta de cómo nos cuesta tener lejos a quien su cercanía tanta bendición nos regaló, de cómo duele la ausencia del amigo, del familiar, del obispo bueno y cercano. Es una rebeldía que no reprocha ni enmienda el misterioso designio de Dios, sino que de modo herido expresa la gratitud por esta humana y cristiana compañía cuando se nos hizo un regalo humano y cristiano con ella.

He elegido el evangelio del grano de trigo, como hice ayer también en Gijón. Porque en esa metáfora cristiana está la más grande parábola de la vida. La sementera de la que habla Jesús no es una quimera abstracta de figura literaria prestada, sino la verdadera trama en la que se desenvuelve la vida. La historia es un surco abierto donde pacientemente Dios va dejando sus semillas. Antes de que brote el tallo, antes de que aparezca la flor y nos bendiga luego su fruto sabroso, hay todo un itinerario en el que la vida se hace proceso de espera y de purificación. Al final, esa andadura que dura lo que dura la vida, nos narra lo que una existencia ha logrado con la ayuda del Sembrador.

No se pierde nada de cuanto en D. Juan Antonio el Señor nos ha hablado con sus labios, de cuanto en él Dios mismo nos ha repartido a través de sus manos. Queda en el sagrario de nuestra memoria y en el recuerdo de nuestro agradecimiento, cuanto recibimos de este buen hermano que en esta tarde despedimos. Ponemos sobre el altar de esta misa que ya no concelebra él nuestra plegaria por su eterno descanso. Pedimos por el encuentro de misericordia que tendrá con Jesús el Buen Pastor, con María a la que tiernamente amaba y con todos los santos. Que ellos acojan en el pórtico de la gloria la espera que para él se inicia hasta que Jesús vuelva. Este querido hermano allí llega con sus alforjas llenas de cuanto la vida humana nos granjea con sus gracias y pecados, pero que será mirada con ojos de misericordia por el Padre que siempre nos está esperando. Así le acompañamos nosotros con nuestro afecto agradecido y con nuestra plegaria fraterna para el encuentro eterno con el Buen Pastor.

A su anciano padre y al resto de los familiares, mi cariñosa cercanía en este momento doloroso pero esperanzado. A la diócesis de Astorga mi comunión fraterna como arzobispo metropolitano, pidiendo que las lágrimas de estas semillas se vuelvan canto con las gavillas del nuevo pastor que la Iglesia pondrá a vuestro lado.

Descanse en paz este querido hermano y amigo. Ha llegado a la orilla en la que Jesús le está esperando con las brasas encendidas para la cena que no acaba, en la luz que no declina y en la eterna esperanza que no defrauda. Que nos veamos en el cielo hacia el que nosotros seguimos peregrinando. Amén.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo

Astorga, 17 mayo de 2019

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