En este mundo globalizado los
servicios diversos que se pueden
prestar están muchas veces a golpe de “clic”. Si andas enredado en
alguna de las redes que circulan
por ese planeta mundo de internet, casi todo lo puedes comprar,
vender, consultar, actualizar, desde un teclado dócil y una pantalla
que te asoma al universo de todo
lo habido y por haber. No hablas
con nadie, nadie habla contigo,
pero consigues que te sirvan lo que
pides, o leer lo que otros te envían.
Casi todo, casi absolutamente
todo, desde esa anónima relación
que como único sonido tiene el
famoso “clic”.
Así andamos de robotizados,
de digitalizados, de informatizados, así andamos yendo y viniendo de aquí para allá cada vez más
impersonalmente, cada vez menos
considerados en lo que de original y bello tiene nuestra irrepetible
personalidad, sino que corremos
el riesgo de estar fichados en una
gran base de datos, que sin protección alguna por los controles que
el mismo sistema ha creado, estamos bajo la mirada carabinera del
gran gendarme que parece saberlo todo sobre nosotros: nuestros
gustos, nuestras tendencias, nuestras opciones, nuestro historial,
nuestros sentimientos y creencias,
nuestros afectos y temores, nuestras pesadillas y ensueños.
En un escenario así, puede parecer una isla donde se respira un aire
sin contaminar, un bosque donde cada uno es cada cual, quien
pretenda ofrecer con sencillez un espacio diferente. Mi rostro, mi
corazón, mi libertad, todo cuanto en mi vida tiene una forma y un
porqué, estarían reclamando ese
espacio donde cada uno pueda sin
más ser uno mismo, él mismo, sin
trampa, sin cartón, sin etiquetación homologada, sin uniformismos ideológicos. Empieza a ser una
imperiosa y urgente necesidad.
Así es como en medio de todo
lo que nos rodea aparece con su
ingenua fragilidad la comunidad
cristiana con la solera de sus veinte siglos de gracia y pecado, con sus
dos mil años de humilde humanidad. Y es bueno recordarlo cada
vez que celebramos esa jornada
anual en la que miramos a nuestra
parcela diocesana como una parte
de la Iglesia universal. Una Iglesia
que con sus puertas abiertas acoge a quienes llegan con sus heridas y sufrimientos, sus preguntas
y dudas, sus esperanzas y certezas, para pedir una acogida que no
siempre se obtiene en este mundo tan sofisticado, tan abstracto,
tan virtual, en el que el latido de lo
humano parece haber perdido su
pálpito real.
Entonces la Iglesia abre esa
puerta, nos adentra en su hogar y
pone su palabra y su gesto de ayuda, acepta una colaboración, enseña a vivir compartiendo y de este
modo coopera en la construcción
de este mundo inacabado que no
sabe nacer del todo en un parto que
no logra ver la belleza, la bondad y
la paz para la que fue creada la historia poniendo en nuestras manos
la mejor posibilidad.
La Iglesia, aún en medio de
todas sus lentitudes, sus incoherencias y pecados, es esa humilde
portadora de una presencia más
grande que ella, y portavoz de una
palabra infinitamente más elocuente que cuanto sus labios susurran. La Iglesia del Señor tiene esa
indomable pasión de ayudar, colaborar, compartir y cooperar en
bien de la humanidad que le ha sido
confiada y a la que ha sido enviada.
Feliz día de la Iglesia diocesana en
la que tomamos conciencia de todo
esto, y nos ponemos a servir a los
hermanos tal y como hemos aprendido del Señor y Maestro. La Iglesia
no es una máquina o una web que
con un “clic” te ofrece su canal, sino
una comunidad que tiene ojos para
ver, labios para hablar, oídos para
escuchar y corazón para acoger.
Esta es la única red de amor y caridad en la que como cristianos nos
queremos enredar.
+ Fray Jesús Sanz Montes O. F. M.
Arzobispo de Oviedo
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