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miércoles, 17 de abril de 2019

EL VERDADERO ROSTRO DE CRISTO. Por Fernando Llenín Iglesias

Dice la voz popular que la mujer que enjugó el rostro de Jesús camino del monte Calvario se llamaba Verónica. En su velo de nieve blanquísima habría quedado impreso el Rostro del Redentor. “Estandarte de compasión” que contiene la imagen del amor puro, como un espejo de la absoluta inocencia del que es manso y humilde, en el que se refleja la aceptación bondadosa del Amor que no es amado.

Aquella santa mujer, impaciente por cumplir su obra de misericordia, se abrió paso entre la multitud y llegó hasta Jesús y le ofreció el lienzo de la compasión. Su fuerza es la de la ternura. 

«Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro » (Sal 26, 8-9). El velo de la Verónica encarna este anhelo. En el rostro humano de Jesús, lleno de sangre y heridas, ella ve el rostro de Dios y de su bondad, que nos acompaña en el dolor más profundo. Únicamente podemos ver a Jesús como lo vio la Verónica: con el corazón. Porque sólo el amor nos deja ver y nos hace puros. Sólo el amor nos permite reconocer a Dios, que es el amor mismo.

Danos, Señor, la inquietud del corazón que busca tu rostro. Danos la sencillez y la pureza que nos permita ver tu presencia en el mundo. Graba tu rostro en nuestros corazones. 

Ese Rostro no tenía figura ni belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado por los hombres, como varón de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros.
¿Quién tendrá valor para acercarse? ¡Una mujer! Una mujer se adelanta llevando en sus manos el velo de la ternura y de la compasión. Verónica, en el Rostro del Siervo sufriente, ve al más bello de los hombres.

El acto de piedad de la Verónica se convierte para nosotros en una provocación urgente: en la petición, dulce pero imperiosa, de no volver la cabeza hacia otra parte, de mirar también nosotros a los que sufren.

¡Cuántas personas sin rostro hay hoy! Cuántas personas se ven desplazadas al margen de la vida, en el exilio del abandono, en la indiferencia que mata a los indiferentes. Sólo está vivo quien arde de amor y se inclina sobre Cristo que sufre y que espera en quien sufre, también hoy. ¡Sí, hoy! Porque mañana será demasiado tarde.

En nuestra vida, a veces hemos enjuagado las lágrimas y el sudor del que sufre. Tal vez hemos atendido a un enfermo terminal, tal vez hemos ayudado a un inmigrante o a un desocupado, o hemos escuchado a un recluso. En cada uno de nuestros hermanos te escondes tú, Hijo de Dios. En todo ser humano, desde el primer instante en el vientre de su madre o en el final de su vida ya anciana, está Jesús y nos muestra su verdadero Rostro. 

Señor Jesús, bastaría un paso y el mundo podría cambiar. Bastaría un paso y podría volver la paz en la familia; bastaría un paso y el mendigo ya no estaría solo; bastaría un paso y el enfermo sentiría una mano que le estrecha su mano ... para que ambos se sanen. Bastaría un paso y los pobres podrían sentarse a la mesa alejando la tristeza de la mesa de los egoístas que, solos, no pueden hacer fiesta.
Señor Jesús, ¡bastaría un paso! Ayúdanos a darlo, porque en el mundo se están agotando todas las reservas de la alegría. Señor, ¡ayúdanos! Te pido, Jesús, que me des la fuerza de acercarme a los demás, a cada persona, joven o anciana, pobre o rica, querida o desconocida, y de ver en esos rostros tu Rostro. Ayúdame a socorrer con prontitud al prójimo, en el que tú habitas, como la Verónica corrió hacia ti en su camino del Calvario.

Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro». Tu rostro buscaré, Señor. No me escondas tu rostro. No rechaces con ira a tu siervo, que tú eres mi auxilio; no me deseches, no me abandones, Dios de mi salvación.

La Verónica te ha buscado en medio de los hombres. Te ha buscado y te ha encontrado. Señor Jesús, buscamos tu rostro. Señor, haz que te encontremos en los pobres, en tus hermanos pequeños, para enjugar las lágrimas de los que lloran, para hacernos cargo de los que sufren y sostener a los débiles.
Señor, tú nos enseñas que una persona herida y olvidada no pierde ni su valor ni su dignidad nunca, y que permanece como signo de tu presencia oculta en el mundo. Ayúdanos a lavar de su rostro las lágrimas de la pobreza y la injusticia, de modo que tu Rostro se revele y resplandezca en ella.

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