(SedSantos.eu) Hoy, III Domingo de Cuaresma, el Señor nos invita a la conversión, es decir, a crecer en nuestra vocación a la santidad, a configurarnos con Cristo, el Hijo amado, a quien debemos escuchar, como veíamos el domingo pasado.
La Cuaresma es un tiempo fuerte para madurar en el amor. Tenemos cuarenta días para esta peregrinación hasta la montaña de la Pascua. Con la oración, el ayuno y la limosna, vamos purificando nuestro corazón para que la pereza, la comodidad, la lujuria, la envidia, la gula, la avaricia, la ira y la soberbia no dominen nuestra vida práctica y nos frenen en nuestro esfuerzo por ser fieles. El Señor nos conoce y sabe de qué pie cojeamos. Por esta razón debemos cuidar nuestro corazón para hacerle dócil a la Palabra que Dios nos dirige.
En la primera lectura de hoy, del libro del Éxodo, Moisés tiene una fuerte experiencia de Dios: una zarza arde sin consumirse y llama la atención de nuestro héroe: “Voy a acercarme a mirar ese espectáculo admirable”. Necesita descalzarse para acercarse al Santo y escucha una voz que le desconcierta: “Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob. He visto la opresión de mi pueblo. Voy a bajar a liberarlos. Voy a llevarles a una tierra que mana leche y miel”. Para esta empresa liberadora Dios cuenta con Moisés. Y le manifiesta su nombre: ”Yo soy”, me envía a vosotros. Dios no permite la injusticia y la explotación. El clamor del pueblo oprimido ha llegado hasta Él y ha decidido actuar para salvarlo.
La historia entera de la humanidad es un proceso de liberación de las fuerzas que nos esclavizan, de la tiranía y del odio, de la violencia y de la incapacidad de reconocer la dignidad de cada hombre y mujer, de la “cultura de la muerte” que elimina a los ancianos porque no son productivos y a los concebidos a quienes no se les deja nacer por el egoísmo de quienes los engendraron. El clamor de tantos inocentes llega hasta Dios que no puede tolerar tamaña injusticia.
Sin embargo, a pesar de esta liberación de la esclavitud de Egipto el pueblo no siempre cumplió los mandamientos de su Dios: “pero la mayoría de ellos no agradaron a Dios, pues sus cuerpos quedaron tendidos por el desierto”. Hay que aprender de la historia para no repetir los errores del pasado, porque san Pablo explica a la comunidad de Corinto que: “Todo esto les sucedía como un ejemplo: y fue escrito para escarmiento nuestro”. Siempre estamos aprendiendo, siempre podemos iniciar nuestro camino de conversión, si olvidamos quién nos ha salvado de nuestros opresores.
En el santo Evangelio presentan a Jesús dos acontecimientos de muerte acontecidos en su entorno: la ejecución de unos galileos por parte de Pilato y los dieciocho aplastados al caérseles encima la torre de Siloé. No murieron por ser más pecadores que los demás, sino para que todos sepan estar preparados, cuando les sorprenda la muerte, o cualquier desgracia. Lo que cuenta es poder presentar ante Dios una conducta digna.
El ejemplo de la higuera que lleva ya tiempo sin dar fruto y que está a punto de ser cortada por su esterilidad es una llamada a cada uno de nosotros: si en este momento Dios te llama, ¿qué puedes ofrecerle de tu compromiso a dar frutos de santidad y de justicia, de defender y cuidar la vida y del servicio a los más pobres: enfermos, inmigrantes, personas sin techo y sin trabajo? El Señor siempre espera, porque tiene paciencia con nosotros, pero ahí está su palabra exigente: “Si no os convertís, todos pereceréis lo mismo”.
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