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sábado, 30 de marzo de 2019

LOS DOS HERMANOS (Lc 15, 11-32). Por Fernando Llenín Iglesias

La parábola del hijo pródigo es la más bella de las parábolas de Jesús. Muchos consideran que debería llamarse la parábola del Padre de la misericordia. Otros la llaman parábola de los dos hermanos. Lo cierto es que el centro lo ocupa la bondad del Padre. Muestra el corazón de Dios Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Muestra también el íntimo conocimiento que Jesús tiene del Padre. Ahí está su sorprendente originalidad, inaceptable para algunos, desconcertante para otros, profundamente conmovedora. Los hombres tendemos a creer en un dios a nuestra imagen y semejanza, según nuestros sentimientos y deseos de justicia. Dios, en consecuencia ama y premia a los buenos, pero, justamente, castiga a los malos. Los pecadores están lejos de la gracia de Dios, que ni puede ni quiere amarlos. Esta “imagen” humana de Dios es característica del espíritu farisaico. Todos llevamos un fariseo dentro. De hecho, el gran enfrentamiento de Jesús fue precisamente con los fariseos. Y no porque ellos fueran inmorales, sino porque no conocían a Dios. Ni se conocían a sí mismos. 

Jesucristo nos ha revelado quién es Dios. Precisamente esta parábola lo describe como ninguna otra parábola. Como dijo Jesús en la cruz, Dios tiene sed de amor, tiene sed del hombre pecador. El Amor infinito tiene sed de ser amado por el hombre finito. El amor misericordioso del Padre quiere que todos los hombres se salven, que todos moren en las moradas eternas. 

Según la ley judía, los hijos no tenían derecho al patrimonio familiar mientras viviera el padre. En este caso, dos tercios le corresponderían al hijo mayor y un tercio al hijo menor. Por tanto, reclamar la parte de la herencia que le correspondía al hijo menor significa que quería romper con la familia. Incluso, implícitamente, era como si desease la muerte del padre. ¡Estaba harto! Renegaba de su vida en la casa del padre y quería buscar una vida distinta lejos, muy lejos. Cuanto más mejor. Ser libre, por fin, y poner por obra todos sus deseos concupiscentes. Es decir, estamos ante uno que deliberadamente peca. 

Sin embargo, la parábola no muestra ninguna escena de desatada rebelión. No hay ningún enfrentamiento violento o iracundo. Se trata, más bien, de un proceso interior en el hijo menor. Hay una ruptura íntima, su marcha de la casa del Padre a un país lejano es la consecuencia de un alejamiento previo en el corazón del hijo. Lo muestra el hecho de que, una vez instalado en aquel país lejano y, por tanto, pagano, rápidamente, dilapida los bienes del Padre, vive “perdidamente”, fuera de toda norma moral e una degradación progresiva. Busca así gozar la vida, ser totalmente libre porque no se rige por ninguna moral que le haya sido transmitida. Piensa que así es radicalmente libre, viviendo para sí mismo y por sí mismo. Es una opción por la propia y total autonomía. En el fondo, busca la vida en la vida disoluta. 

El Padre, que conoce muy bien a su hijo, no opone ninguna resistencia, no se niega a darle la parte que todavía no le corresponde. No trata de impedirlo ni manda a nadie a buscarlo y hacerlo volver. El Padre, que conoce al ser humano, respeta totalmente su libertad. Deja que peque y sabe que, en consecuencia, sufrirá. Permite que su hijo haga una experiencia profunda del pecado para que descubra que la vida no está donde la busca, que la libertad no consiste en vivir “como un cerdo”, que la felicidad no la da el pecado. No; el pecado no da lo que promete, es un engaño. Y esos “amigos” de su vida lejos del Padre no son verdaderos. Son amigos de su dinero. Nada más.

El pecado se muestra como una liberación de Dios, como una rebelión contra su voluntad que es vista como contraria a la propia libertad. Por eso, lo primero que el pecador experimenta es la ausencia de Dios, el vacío interior y el acíbar espiritual. Progresivamente, además, va cayendo cada vez más bajo en su degradación. Porque el pecado posee un dinamismo descendente que devasta el mediodía del hombre ajando su juventud, insensibilizando y endureciendo su corazón.

En la parábola, la catástrofe personal es agravada por una catástrofe natural y social. La sequía, el hambre, la carestía económica, el paro, la pobreza. El hijo menor queda reducido a la total indigencia y a la dependencia del egoísmo de los demás. Quien se aleja de Dios, experimentará el hambre, sobre todo, del corazón. Porque no sólo de pan vive el hombre. No podemos vivir verdaderamente una vida humana sin Dios. Sin Dios no se está bien. Porque nos creó para él. Nos ha creado su Amor y sólo el Amor nos puede salvar. 

El pecador, sin Dios, termina solo y perdido, abandonado en medio del mundo indiferente. Experimenta la desorientación y su mente se oscurece. Al final, termina viviendo como un “cerdo”, el animal impuro por antonomasia para un israelita. Vive entre cerdos, como como un cerdo, “es” como un cerdo. Más abajo no se puede caer. Es la ruina total. Lo ha perdido todo y, sobre todo, parece que ya no es la “imagen de Dios” que define lo más profundo de su ser: su dignidad. Ya no es un hombre libro, sino un esclavo de su pecado.

Dice la parábola que fue entonces, cuando se vio totalmente corrompido y degrado cuando, en un rapto de tristeza, “entró en sí”: no vale la pena. Era la última oportunidad, el debilísimo soplo del recuerdo del antiguo amor de la “casa del Padre” y la profundísima amargura en el vacío de su alma. Quedaba apenas un pábilo vacilante, era como una caña a punto de quebrarse. Pero bastaba para el inicio de la conversión, de ese hablar consigo mismo, en su inmensa soledad, y decirse su “verdad”: ¡Me muero de hambre! ¡Volveré!” Hay que ser valiente. Hay que vencerse a sí mismo. Ese orgullo… Pero es la última y la única posibilidad. Le ayudó el recuerdo. Quien una vez ha visto la luz, quien una vez ha experimentado la alegría, no lo olvida jamás y lo desea siempre. Y sabe, porque lo sabe, que Dios no le rechazará. ¡Hazme volver, y volveré! Quizá necesite una pequeña caricia materna, una mano suave que invita, una mirada que no reprocha, ni juzga, ni condena…

Y el hijo menor se levantó y volvió a casa. No sólo hay una conversión interior. Es necesaria una conversión también exterior, desandar el camino andado del alejamiento. Es un “camino” de conversión, un proceso de todo el ser, un cambio en la forma de vivir, de pensar, de actuar, de sentir. Nadie cambia si no descubre él mismo que necesita cambiar. Tampoco nadie cambia por decreto, de la noche a la mañana. Necesita tiempo. Necesita caminar, recorrer etapas, de baluarte en baluarte, hasta llegar al monte del gozo, cuando, todavía lejos, se produzca el encuentro y el abrazo. 

Según la parábola, el Padre no permanece en actitud solemne esperando que el hijo se arrastre hasta Él. Las entrañas del Padre se conmovieron al ver en la lejanía al hijo menor, agotado, andrajoso y destrozado por la vida. Sin reparar en su propia “dignidad” y perdiendo toda compostura, echa a correr hacia su hijo menor, sin ascos a su impureza, lo abraza y lo besa. Le evita la humillación de contar el discurso que había preparado: ¡no soy digno! 

El hijo menor comienza a hacer la confesión. Pero el Padre no necesita oírla. Le basta con verlo ahí, ante él. Y pide, premuroso: ¡Ponedle el traje de fiesta, y un anillo en su mano, y sandalias en sus pies! ¡Devolvedle su dignidad de hijo! Este que ahora va vestido de blanca vestidura es el que viene de la gran tribulación. El Padre lo recrea desde dentro, en lo más profundo de su ser, en su dignidad. Y lo hace entrar en el gozo del Señor, en la perfecta alegría. El vestido mejor significa la dignidad recobrada. El anillo en el dedo le restablece como hijo y, si hijo, también heredero. Las sandalias muestran su nobleza. 

E hicieron una fiesta propia de un príncipe. El ternero cebado (símbolo de Jesucristo), guardado para una ocasión importante, es sacrificado “porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado”. Cuando un pecador se convierte hay más alegría que por noventa y nueve santos que no necesiten convertirse. Una alegría que demuestra la soberanía absoluta de Dios, su inmensa majestad, la sobreabundancia de su Amor y su Bondad Infinita. Es Dios y no hombre. Es tres veces Santo. 

Aparece entonces el hijo mayor. No estaba en la casa del Padre cuando volvió su hermano. Estaba cumpliendo fielmente los mandatos del Padre. Es la imagen misma del fariseo pluscuamperfecto. Y se indigna. Sí, se indigna contra el Padre. Porque hay un objetivo agravio comparativo entre su sacrificado quehacer y el crápula de su hermano. Él no sabe nada ni quiere saber lo que le ha pasado ni por qué ha vuelto. Sólo ve una injustica respecto a él. Y reivindica su derecho a ser premiado. ¡Él, no su hermano! ¡Nunca he desobedecido una orden tuya! ¡A mí nunca me has dado ni un cabrito!
El hijo mayor enumera sus muchos méritos, que nadie puede negarle. Ahí están: obediencia, trabajo, constancia, estricta observancia. ¿Quién puede negar que es un hombre perfecto? La lógica objetiva, la lógica normativa, la lógica puritana, no tiene desperdicio. Todo parece indicar que tiene toda la razón. Y sí, tendrá razón, pero no tiene corazón. Le falta la lógica del Amor, la lógica del Padre, la lógica divina. 

El hijo mayor está tan lejos del Padre como lo estaba el hijo menor. Porque no amaba al Padre, porque su corazón no era como el del Padre. El hijo mayor se buscaba a sí mismo en sus méritos, en sus cumplimientos, en sus muchos quehaceres. Estaba tan ocupado que no tenía tiempo para amar. No amaba a Dios ni al hermano. Y ahora se descubría lleno de envidia, de ira y de resentimiento contra todos. 

Se negó a entrar. Por eso, el Padre también tuvo que salir en busca de ese hijo mayor, en busca de ese fariseo insensible y ciego para la misericordia. Ciego porque es muy difícil que vea que también él está muerto y perdido. Todos dicen que es un “modelo”. Sólo cuando vuelve su “hermano menor” se destapa y muestra su interior: el orgullo, la soberbia, la ira, la rivalidad, la envidia, la dureza de corazón. ¡Y creía que no tenía pecados! Acusa al hermano porque “se ha comido tus bienes con malas mujeres”. Pero son más graves los pecados contra la caridad que los pecados contra la castidad.
Había un escándalo, sí. Pero era el escándalo del Amor del Padre. ¡Dichoso el que no se escandalice de ese Amor! Hoy, sobre todo hoy, descubrimos cuánto fariseo cristiano o ateo anda por el mundo, que juzgan y condenan al prójimo por sus pecados, ciertos, pero se olvidan de lo más importante: la misericordia. Y se olvidan de que el que esté sin pecado que tire la primera piedra. 

El hijo mayor fariseo dice expresivamente: “ese hijo tuyo”. Hay aquí un desprecio poco disimulado. Esta parábola recuerda aquella otra del fariseo y el publicano que fueron al Templo. El fariseo le decía a Dios: “Yo no soy como ese”. Y enumeraba sus méritos. Por eso, salió de allí como entró: rebosante de soberbia. El publicano salió justificado. 

El Amor del Padre no es injusto ni hace acepción de personas, como pudiera parecer. Porque también salió a buscar a ese hermano mayor. Y le habla al corazón: ¡Hijo! También desea ardientemente que ese hijo mayor entre en el gozo de la casa del Padre y se convierta y se alegre. En las palabras que el Padre le dirige se manifiesta toda la ternura hacia él y la invitación a cambiar ese corazón de piedra por un corazón de carne. 

Al reproche “¡ese hijo tuyo!” le responde con un “¡ese hermano tuyo!” Quiere que descubra que Dios nos excluye a nadie y quiere que descubra que también él está hecho, en el fondo, de la misma pasta o del mismo “barro” que su hermano. Quiere que entre en la lógica divina del Amor y deseche para siempre la coraza y la máscara que, en realidad, tanto daño le hace y no le deja ser feliz ni hacer felices a los demás. ¡Siempre quejándose!

Pero si tú te hubieras visto en sus circunstancias, quién sabe lo que habrías hecho, cómo habrías vivido, hasta dónde hubieras llegado. ¡”Ese hermano tuyo…”! estaba perdido, lo hemos encontrado. Estaba muerto…, y ha vuelto a la vida.

¿Quién es bueno, sino sólo Dios? Entremos en la casa del Padre y derribemos el muro de odio que nos separa a unos de otros. Hagamos fiesta y saltemos de gozo, porque el Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres.

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