Escribe Silverio Rodríguez Zapico, Delegado episcopal de Ecumenismo
Desde el próximo día 18 al 25 de enero recorreremos un año más los ocho días de Oración por la Unidad de los cristianos.
Tensiones y conflictos ha habido en la Iglesia desde el comienzo. Es más, desde los mismos tiempos de Jesús, cuando ya algunos discípulos querían los primeros puestos. Y ya en el año 53 de nuestra era, las comunidades cristianas en la floreciente Corinto estaban más divididas que un plato hecho añicos. Y eso que demasiado fácilmente pensamos que en aquella Iglesia incipiente todo era idílico. Pero no, había banderías y conflictos y cada uno defendía los colores de su equipo echándose a la cara las fobias y las filias del líder de turno: “Yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Cefas, yo soy de Cristo” (1 Cor 1,12).
Cuando aquel estupendo catequista parroquial decidió plantear a los chavales del grupo las divisiones que se acostumbran a dar entre nosotros y descubrirlas entre todos, utilizó una interesante dinámica para que se hicieran conscientes de las causas y las consecuencias que provocan las rupturas. Cada uno de los chicos iba apuntando en una pequeña cartulina una o dos palabras que para ellos eran las claves de las desavenencias. Y cuando uno colocaba su cartulina sobre la mesa explicando los porqués, otro por identificación colocaba y explicaba la suya como si estuvieran jugando al dominó. Se les pidió que pensaran en algún caso de división real y escribieran las razones que las habían causado. En la puesta en común, cada uno aportó un tipo de ruptura. Y así: la separación de sus padres, su exclusión de una pandilla de amigos, la cuestión política sobre la unidad de España, los enfrentamientos en el equipo en que jugaban por causa de una pelea, la apreciación a la baja que un grupo o una persona hacía de otras, los celos, la envidia ante el éxito de los demás… Para qué seguir; siendo tan jóvenes lo tenían demasiado claro.
Lo que ellos no sabían es que su catequista quería hablarles de la división de los cristianos y de la Iglesia, en los días de la semana de oración por la unidad. Podrían ser nuestros maestros en esa sorprendente faceta que llamamos ecumenismo y que no acabamos de entender del todo porque no nos la planteamos tan existencialmente como aquellos chicos. Todas sus razones, sin referirse directamente a la división de las iglesias y confesiones, encajan como anillo al dedo a la ruptura de los que decimos creer en Cristo hoy.
El testimonio de la comunión de las iglesias y la santidad son la única urgencia pastoral. La única. Todos tenemos algo que ver en que esa túnica inconsútil de la Iglesia global de Cristo se nos esté deshilachando y no es cuestión de cimientos.
El espíritu ecuménico y su concreción en un movimiento fue la idea que tuvo el pastor anglicano norteamericano Paul J. Watson a mediados del siglo XIX. El movimiento ecuménico busca honestamente la unidad de las tradiciones cristianas. La ansiada unidad será una vuelta al redil de Cristo del que nos hemos marchado todos.
Queda mucho por hacer sobre todo porque no somos conscientes en todas las confesiones, los católicos también, de la importancia del “que sean uno”, el mandato del Señor y el deseo que Jesús elevó al Padre en la oración sacerdotal de la Última Cena.
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