Y sin embargo en estos días convulsos en los que las calles, llenas de luces efímeras, son recorridas con el ansia de las compras, tarjeta de crédito en ristre, es bueno volver al “Cuento de Navidad”. Charles Dickens, el gran novelista británico, lo publicó poco antes de la Navidad de 1843, una fecha no casual, como tampoco fue casual la elección de los personajes y la historia narrada.
El protagonista es Ebenezer Scrooge, probablemente el personaje dickensiano más conocido, mucho más que Oliver Twist o el mismo David Copperfield. Un viejo negociante tacaño, ávido de dinero y árido de corazón, una máscara universal que en nuestros días ha perdido la connotación negativa hasta convertirse paradójicamente en un estereotipo de modelo de éxito. El cerebro del hombre occidental, sin el estímulo de la riqueza, se ha bloqueado, rehén de un Súper Ego, que aspira al dinero y al poder. Para ellos, el tiempo es dinero: como para otros personajes literarios del género: Shylock, Arpagón, el Euclión de la Aulularia de Plauto, el Tío Gilito o el señor Burns de los Simpson. Por otra parte es lo que prescribía con toda seriedad la moral puritana y comercial cuyo modelo lo representa Benjamín Franklin.
Para él la Navidad es un intervalo incómodo en el que no se trabaja y no se puede ganar dinero, más allá del maldito día de fiesta a los empleados. Fiestas, regalos y felicitaciones sólo son tonterías, se lo repite al sobrino mientras su escribiente, el pobre Bob Cratchit, trabaja en medio del frío por un sueldo de miseria.
Pero durante la Nochebuena sucede algo: Scrooge recibe la visita de su antiguo socio Jacob Marley, fallecido en aquella misma fecha hacía 7 años. Otro avaro solitario que se le presenta arrastrando una cadena que le envuelve el cuerpo, atada a la altura de la cintura, hecha de huchas, llaves, candados, libros de contabilidad, actas notariales y pesadas carteras de acero. Marley, como los condenados de Dante, es condenado a la pena de la venganza y debe vagar por la eternidad arrastrando la pesada cadena. Temblando, Scrooge le pregunta el motivo de su situación. “Arrastro la cadena que forjé mientras vivía”, responde el fantasma. “Yo mismo la construí, eslabón tras eslabón, trozo a trozo. Yo mismo me la ceñí por mi propia voluntad y ahora la llevo como fruto de mis elecciones.”
¿No quieres conocer -prosigue- el peso y la longitud de la cadena que tú mismo llevas contigo? Era ya larga y pesada como ésta en la Nochebuena de hace siete años. Es una cadena gravosísima. Su intolerante individualismo, el uso del tiempo únicamente para acumular dinero llevarán a Scrooge al mismo infierno. Una inacabable tortura del remordimiento, la llama Marley. “No rest, no peace. Incessant torture of remorse” En inglés, la palabra remordimiento alude a una pena interior, pero también significa compasión, la capacidad de experimentar y comprender el sufrimiento de los demás a partir del propio. Y es este el auténtico trasfondo del Cuento de Navidad: no es la culpa, ni siquiera el miedo a la muerte, sino el duro itinerario hacia la comprensión del dolor ajeno.
En esta clave de comprensión me parece que estriba la irrelevancia o al menos la lejanía que este cuento representa para los lectores contemporáneos. Nuestra época es el tiempo de la derrota de la conciencia infeliz, que no logra esbozar aquello que es justo, lo transcendente, lo inmutable. El hombre de hoy en día está de tal manera encerrado en sí mismo, tendente únicamente a la obtención de objetivos materiales y prisionero del deseo de satisfacción en la inmediatez, que mira pero no ve lo esencial, tanto menos si se orienta hacia el Otro. Lejos de cualquier posibilidad de redención, el Scrooge contemporáneo se reiría del difunto socio y cerraría la puerta a la visita de los tres espíritus por él anunciados: los espíritus de las Tres Navidades, la pasada, la presente y la futura. En términos psicoanalíticos, el fantasma de Marley es el remordimiento de la personalidad del viejo usurero, el mecanismo de defensa que lo ha convertido en lo que es, un egoísta solitario, indiferente a todo excepto a las ganancias.
Me vienen a la mente las grandes pinturas flamencas de usureros, banqueros, cambistas del siglo XVI, el periodo en el que emerge el papel social del mercader. En particular el poderoso recaudador de impuestos con su esposa de Marinus van Reymerswaele, caracterizado por la mirada ávida de la mujer fija en las monedas. Y los recaudadores de impuestos de Quentin Metsys, envueltos en turbantes, con la expresión cargada de codicia. En el cuadro está claro que ha surgido un nuevo mundo, simbolizado en las tijeras que penden sobre los protagonistas como una espada que marca el destino de los protagonistas.
El destino de Scrooge depende de cómo acogerá la visita de los Tres Espíritus, que le permitirán experimentar en propia carne la necesidad de amor, del que está privo, la nostalgia por la infancia y los pequeños episodios de luz perdidos a lo largo del camino, hasta el arrepentimiento final. El viaje a través del tiempo del Cuento de Navidad es en realidad un recorrido hacia la empatía, cuyas etapas son otras tantas estaciones de rescate: verse como un niño solitario extraño a la vida familiar, recordar la ruptura con la novia, abandonada para dedicarse únicamente al mundo de los negocios y hacer dinero, arrepentirse de la mezquindad hacia su hermana y de la explotación del pobre y desgraciado empleado.
La búsqueda del tiempo perdido de Scrooge es la misma que la de Dickens, que fue un niño explotado y que vivió con horror la realidad social de la Inglaterra de la revolución industrial en la que la miseria despoblaba la campiña inglesa de una población rural que huía del trato casi esclavista de unos propietarios rurales desalmados y los empujaba en masa hacia las periferias de las grandes ciudades donde trabajaban 16 horas diarias, mujeres y niños incluidos. Dickens ve con sus propios ojos la pobreza material que se convertía en degradación moral y espiritual, a la sombra de las chimeneas, los campanarios del nuevo culto que el poeta y pintor inglés William Blake definió como los oscuros molinos de Satanás (dark satanic mills) símbolo de una segunda edad de hierro, el reino de la cantidad.
El Scrooge dickensiano, a través de la sencilla alegría de Navidad, reencuentra la capacidad de advertir la soledad, el amor, la nostalgia, reconocer los agravios y ofensas a la humanidad. Dickens había visitado las minas de estaño de Cornualles, y verificado las penosas condiciones de trabajo de adultos y niños, conociendo la pena de cárcel por deudas que afectaba a enteras familias inglesas. Entendió que debía lanzar un mensaje de concreta denuncia social a través de un relato gótico pero abierto a la esperanza, una historia de espectros buenos, capaz de convertirse en un canto comunitario. Scrooge era un personaje arquetípico, bien conocido por los lectores de su tiempo.
El presente no es muy diferente: su relato podría ser patrocinado por Lehman Brothers, ejecutores y posteriormente víctimas de la economía financiera hecha de impulsos y algoritmos, e indiferencia hacia el común de los mortales. Los sufrimientos son iguales, Scrooge no es una abstracción, sino un reflejo del tiempo dentro de nosotros. Sus espectros son los mismos que campan en esa isla en medio a la multitud, en la que nos hemos convertido.
Diverso es el resultado. Después de casi dos siglos del Cuento, la redención parece una vaga ilusión, la tensión moral se ha diluido, muchos otros Scrooge han conquistado el poder y pretendido convertirse en modelos. Hoy es difícil conmovernos ante el vagar incesante de los Espíritus navideños del Cuento, o ante el destino de aquellos que, habiendo perdido en vida las ocasiones de alegría, sufren la condena del olvido. Nadie se acordará de ellos, nadie llorará sus muertes, pone en boca de sus personajes el autor. La vida es un paso en el que las buenas acciones te hacen merecedor de la eternidad del alma, pero también aquella pequeña eternidad hecha de atención por los demás y compasión por el prójimo. Dickens es un creyente y fuerza a Scrooge a pasar cuentas de los propios errores: el pasado genera añoranza por las ocasiones perdidas, el presente demuestra la esterilidad de una vida sin el consuelo del espíritu, el futuro proyecta una muerte solitaria y la condenación. El Cuento de Navidad es al fin y al cabo una obra cristiana. Por ello, mucho me temo que ya no sea capaz de sacudir los ánimos, emocionar y cambiar la vida, en la época de nuevos Scrooge, en formato digital, nuevas y antiguas esclavitudes. La cadena de Marley aprisiona millones de hombres y mujeres, irreconocibles como los avaros del infierno dantesco, así convertidos por el carácter inmundo de su pecado. Pero el Mal ha sido abolido, incluso invertido, el pecado es una vieja fábula para atemorizar a los niños, Ebenezer Scrooge es un héroe de nuestro tiempo. El Cuento de Navidad es un estribillo sobre el que hay que pagar derechos de autor; y la cadena de la ambición es la corona más codiciada.
Mn. Francesc M. Espinar Comas
Párroco del Fondo de Santa Coloma de Gramenet
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