En la Nochebuena las estrellas jugaban haciendo cabriolas en el firmamento. Serían los ángeles que con ellas querían decirnos cuán grande era su contento. Y en todo el orbe cristiano se iba y se venía como quien reestrena un acontecimiento para volver a llenarnos del asombro de los niños que se asoman por vez primera al grande misterio de un Dios que se hace pequeño. Hace 200 años, un joven cura de pueblo, Joseph Mohr y su organista Franz Gruber, compusieron un villancico para la pequeña comunidad parroquial de Oberndorf, cerca de Salzburg (Austria). Stille Nacht, Noche de paz, se ha convertido en la música y la letra de cuanto celebramos los creyentes en esa noche santa, en el día bellísimo de la Natividad del Señor. Podemos arrastrar el cansancio que nos hace escépticos ante tanto desmán que nos restriega lo inacabado de nuestro mundo, lo complicado de nuestra convivencia, los cruces de intereses tantas veces inhumanos pagando el alto precio de la indiferencia. Y así podríamos ir enumerando los “motivos” por los que no hay noche de paz, ni día de fiesta, cuando queda tanto por allanar, por enderezar, por orientar en nosotros y entre nosotros. Pero para eso mismo quiso venir Dios. Para contarnos con nuestras propias palabras y señalarnos con nuestros mismos gestos, que hay siempre una posible ocasión para volver a empezar, hay siempre un momento para que nazca la esperanza.
En estos días he recordado la frase del gran escritor italiano Cesare Pavese, alguien que no tuvo el don de la fe. Sin embargo, él llegó a decir: “Si por ser increyente afirmo que nadie jamás me ha prometido nada, ¿por qué mi corazón no sabe dejar de esperar?”. Es impresionante este humilde testimonio: el corazón del hombre no puede dejar de esperar, a pesar de todos los desmentidos que nos impone el acontecer diario, cuando nos acorrala en la tristeza y el hastío. Hay un reducto de rebeldía en nuestra alma que dice ¡no! a esta impostura, y sigue esperando, lo sepa o no, a que algo nuevo se cumpla, algo distinto, mucho más bello, mucho más bueno, más justo y verdadero. Y, como decía el gran San Agustín, “nos hiciste Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.
Es la inquietud del corazón que impide que nos resignemos a que las cosas estén como condenadas a la fatalidad de algo que no vale la pena, de algo que no se corresponde con cuanto en nuestro adentro palpita. Para mantener viva esta espera, para dar respuesta a esta pregunta, para esto vino Dios naciendo de María en Belén de Judea. Dios se ha hecho tienda, con su Palabra acampada, y nos ha manifestado su Gloria, llenándonos de Luz. La Encarnación de Dios nos empuja para que, desde nuestra realidad, aquel acontecimiento sucedido hace dos mil años siga sucediendo, y nuestra vida cristiana pueda ser un grito o un susurro del milagro de Dios: que los estragos que hacemos y subvencionamos, con todos nuestros desmanes y pecados, no tienen la última palabra, porque ésta corresponde a la de Dios que se acampó.
Un Dios hecho niño que tendrá que aprender nuestra lengua y nuestros gestos para contarnos y cantarnos una Buena Noticia que no caduca, ni depende de las urnas votadas ni de las bolsas cambiantes. Es la noche de paz más dulce que no se despierta, y con María cantamos al pequeño Dios la nana más tierna, adentrándonos en ese portalín para recibir por pura gracia e inmerecido regalo, el don de ver colmada toda nuestra espera, respondidas todas nuestras preguntas, de ver sostenida nuestra alegría y brindada nuestra esperanza.
Un Dios hecho niño que tendrá que aprender nuestra lengua y nuestros gestos para contarnos y cantarnos una Buena Noticia que no caduca, ni depende de las urnas votadas ni de las bolsas cambiantes. Es la noche de paz más dulce que no se despierta, y con María cantamos al pequeño Dios la nana más tierna, adentrándonos en ese portalín para recibir por pura gracia e inmerecido regalo, el don de ver colmada toda nuestra espera, respondidas todas nuestras preguntas, de ver sostenida nuestra alegría y brindada nuestra esperanza.
Feliz Navidad cristiana, amigos y hermanos. Que José, María y el pequeño Jesús, os guarden y siempre os bendigan.
+ Fray Jesús Sanz Montes O. F. M.
Arzobispo de Oviedo
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