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sábado, 3 de noviembre de 2018

Reflexión a la Palabra de Dios. Por Teófilo Viñas, O.S.A.

Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón 
(Dt 6, 5). 

Amarás a tu prójimo como a ti mismo 
(Mc 12, 31).

Como hemos visto en la lectura inicial, desde las primeras páginas de la Biblia, se hace oír una voz imperiosa: amarás al Señor, tu Dios. El pasaje del Deuteronomio que hemos leído quiere que el pueblo sea fiel a los mandamientos de Dios. Y entre todos ellos un destaque especial para éste que es, precisamente el que citará luego Jesús en el evangelio: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas (Dt 6, 5). Si bien, la cita de Jesús se prolongará un poco más, cita que fue a buscar en otro de los libros primeros de la Biblia –el Levítico–, donde el escritor sagrado había dejado el segundo mandamiento: Amarás a tu prójimo, como a ti mismo (Lev 19, 18).

Realmente tendríamos que estar agradecidos a aquel buen escriba por haberle preguntado a Jesús: ¿Qué mandamiento es el primero de todos? (Mc 12, 28). Éste le dirá, sí, cuál es el primero, pero estrechamente unido al primero colocará el segundo que lo tenían en el libro Levítico, además de reducir el prójimo a solos los de su raza; para lo que en otra ocasión Jesús puso como modelo al “buen samaritano”. Es decir, la consigna de Jesús es el amor en dos direcciones: Dios y el prójimo. El primer mandamiento es amar a Dios, haciéndole honor en nuestra vida, en nuestra mentalidad y en nuestra jerarquía de valores. Amar a Dios significa escucharle, adorarle, encontrarnos con Él en la oración y amar lo que él ama.

Por cierto que gran parte de nuestro mundo de hoy nos invita a elevar a los altares a otros dioses, más o menos atrayentes; y ahí los tenemos, concretamente, en el mundo de los bautizados: el abandono de la práctica religiosa, la entrega a los placeres más degradantes, entre los que están: el sexo, las drogas, el dinero, la búsqueda de una “felicidad” que lleva incluso a eliminar al ser humano que se considera obstáculo para conseguir tal objetivo… Hermanos, como el pueblo elegido oía la voz del profeta que le decía: Escucha, Israel: El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo (Dt 6, 4), también todos los cristianos deberíamos oír: “escucha, cristiano, sigue en pie el primer mandamiento: no tendrás otros dioses más que a mí”.

El segundo mandamiento es amar al prójimo, y prójimo es toda persona, cercana o lejana, porque todos somos hijos de Dios y porque Cristo se ha entregado por todos. Y amarlos como a nosotros mismos, que es una medida muy concreta y generosa. Jesús une ambos mandamientos que, como ya sabemos, venían separados en los libros del Antiguo Testamento. A la hora de hablar de la prioridad entre ellos, dice San Agustín que en el orden del enunciado el primero es “el amor de Dios”, pero en el de la acción el primero es el “amor al prójimo”; es decir, tú no puedes decir que amas a Dios si no amas al prójimo. “Obras son amores, que no buenas razones”, dice el adagio popular. Pero tampoco vale decir “amo al prójimo” y “me olvido de Dios”; hay que afirmar que si este olvido es culpable, la buena acción no será recompensada por aquel a quien se olvida e incluso niega su existencia.

Es interesante que el escriba subraye una cosa que Jesús afirma en otros momentos en su predicación: que este doble amor a Dios y al prójimo vale más que todos los holocaustos y sacrificios (Mc 12, 33); es decir, que la práctica de la verdadera caridad está por encima del culto litúrgico dirigido a Dios. De hecho Jesús, siguiendo a los profetas del Antiguo Testamento, seguramente que dijo más de una vez: misericordia quiero y no sacrificios. Por otra parte, la alabanza que hace Jesús al escriba –no estás lejos del reino de Dios (Mc 12, 34)– deberíamos aplicarla nosotros con respeto a tantas personas de otras razas y sinceras creencias que muestran su honradez y buena voluntad y sobre todo, en su buen corazón y en su preocupación por los demás, que es, sin duda, una forma de amar.

Al terminar cada día nuestra jornada, bien estaría un breve examen de conciencia, en el que podríamos preguntarnos: ¿he amado hoy? ¿o me he buscado a mí mismo? Y es que la respuesta podría anticipar la que el Señor nos hará en el atardecer de nuestras vidas. Efectivamente, aquel divino enamorado de Dios que se llamó Juan de la Cruz formuló de esta manera el tema de nuestro examen: “A la tarde te examinarán en el amor; aprende a amar como Dios quiere ser amado y deja tu condición”. Por cierto que nuestro examinador se define así: Dios es amor (1 Jn 4, 8). Y con ello está dicho todo.

Momentos antes de ir a comulgar se nos invita a darnos la paz con los más cercanos. Es éste un buen recordatorio para que unamos las dos grandes direcciones de nuestro amor –Dios y el prójimo–; luchemos, pues, contra la tendencia más innata que tenemos: el egoísmo.

Terminamos orando al Señor, haciendo nuestra esta plegaria de san Agustín: “¡Tarde te, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí y yo estaba fuera y por fuera te buscaba, y me iba tras las cosas hermosas creadas por ti. Tú estabas conmigo y yo no estaba contigo. Pero me llamaste y clamaste y rompiste mi sordera. Brillaste y resplandeciste y pusiste en fuga mi ceguera. Exhalaste tu perfume y respiré y suspiro por ti. Gusté de ti y siento hambre y sed. Me tocaste y me abrasé en tu paz” (Confesiones, X,27,38).

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