Páginas
▼
lunes, 19 de noviembre de 2018
Mons. Reig Pla: «De nuevo en España vuelve a hacer su presencia el odio a la fe»
MI SUERTE ESTÁ EN TU MANO (Sal 15)
Homilía de Mons. Juan Antonio Reig Pla, Obispo de Alcalá de Henares, en el LXXXII Aniversario de los mártires de Paracuellos.18 de noviembre de 2018
Acabamos de escuchar de labios del Salmista una de las expresiones más consoladoras de la Sagrada Escritura: «El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi suerte está en su mano» (Sal 15). Estas palabras se cumplen en todos los mártires que están enterrados en este cementerio que hemos convenido en llamar la Catedral de los mártires del siglo XX en España. Quienes los arrastraron descalzos y atados de dos en dos, quienes los fusilaron en este arroyo de San José de Paracuellos de Jarama pensaban que los entregaban definitivamente al exterminio. Sin embargo, del mismo modo que José, vendido por sus hermanos y colocado en el abismo de una fosa, fue la salvación para su pueblo (Gen 37, ss), hoy este lugar santo se levanta como una bandera tejida de amor a Dios que alimenta la fe de nuestro pueblo. Se quería convertir este paraje del arroyo de San José en un lugar de muerte y, sin embargo, ahora lo vemos convertido en un vergel regado por la sangre de los inocentes mártires que, unida a la sangre del Cordero, se extiende en sus siete fosas como los brazos de un candelabro que alumbra el caminar de España y fortalece la fe de nuestro pueblo.
Las cruces blancas de este jardín hermoso están inhiestas, anunciando la victoria sobre el odio y sobre la muerte. Son las cruces del amor, las cruces del perdón que nos recuerdan donde hemos sido amados y de donde ha brotado la victoria definitiva de la resurrección y la vida.
Nuestros hermanos beatos, y cuantos los acompañan en este cementerio, sabían bien, como San Pablo, de quien se habían fiado (2 Tim 1, 1) y, habiendo buscado su refugio en Dios, tenían muy presentes las palabras del Salmo: «no me abandonarás en la región de los muertos ni dejarás a tu fiel ver la corrupción» (Sal 15).
Nuestros hermanos mártires ya conocieron los tiempos difíciles de los que habla el texto del profeta Daniel que hemos proclamado (Dan 12, 1-3). Eran tiempos en los que el odio a la fe quería destruir el alma católica de nuestro pueblo y con ello cometer la peor de las injusticias: encerrarnos en los muros estrechos de este mundo y privarnos de la justicia del cielo y de la gloria de los bienaventurados. Pero los mártires, reconociéndose como hijos de Dios desde el bautismo, sabían bien que habían sido inscritos en el libro de la vida para que, con la ayuda de la gracia redentora de Cristo, un día pudieran gozar de la dicha del cielo. Ellos «no amaron tanto su vida que temieran la muerte» (Ap. 12, 11), por eso su testimonio de fidelidad es el mejor legado que hemos recibido y nos alientan en nuestro peregrinar como pueblo santo de Dios.
Los beatos mártires - sacerdotes, religiosos y fieles laicos – supieron confiarse al juicio de Dios, convencidos de que «los que duermen en el polvo de la tierra despertarán: unos para la vida eterna, y otros para la vergüenza e ignominia perpetua» (Dan 12, 2). Su muerte no ha sido un fracaso. Todo lo contrario. Su muerte, perdonando y gritando - algunos llevando el rosario en la mano - ¡Viva España! ¡Viva Cristo Rey!, hoy nos permite reconocerlos por el juicio de la Iglesia como «sabios que brillan como el fulgor del firmamento … o como las estrellas por toda la eternidad» (Dan 12, 3). De ellos aprendemos que en la historia la última palabra no la tiene la injusticia. Existe el juicio de Dios y creemos firmemente en la resurrección de la carne porque nuestro cuerpo es, como el de Jesucristo, un cuerpo para la gloria. Él, como nos recordaba la Carta a los Hebreos, ya ha entrado en el Santuario del cielo y con su humanidad está sentado a la derecha del Padre e intercede por nosotros. Su único sacrificio por el perdón de los pecados es la raíz de nuestra esperanza. Él es en verdad quien ha enseñado a los mártires el sendero de la vida y quien les regala el gozo en su presencia y la alegría perpetua a su derecha (Cf. Sal 15).
También a nosotros nos ha tocado vivir en estos momentos «tiempos difíciles». De nuevo en España vuelve a hacer su presencia el odio a la fe, la indiferencia religiosa y la persecución que pretende desterrar de nuevo la cruz y las huellas de tantos santos que han llenado de vigor el alma católica de nuestro pueblo. De nuevo, inspirándose en una cultura de muerte, se pretende hacer olvidar la soberanía amorosa de Dios Creador y Redentor, para afirmar la absoluta soberanía del hombre rompiendo sus vínculos con el propio cuerpo, con la familia, con la tradición y con Dios. Con esta cultura, que exalta al individuo y promueve una libertad perversa desvinculada de la verdad, se está generando un pensamiento único y totalitario que cristaliza en leyes inicuas que permiten la muerte de los inocentes en el inicio de la vida o en su etapa final y que destruyen la grandeza del matrimonio o el bien social de la familia.
En este mundo, en el que la palabra y el honor están perdiendo su significado, nosotros, como los mártires, hemos de confiar en Dios y hemos de sembrar nuestra tierra de la belleza de la fe y de la alegría de nuestra comunión con Dios y con los hermanos en la Iglesia. Como los testigos de la fe, cuyos cuerpos descansan en este Camposanto, somos conscientes de que con la humanidad de Jesucristo, el Verbo encarnado, la eternidad ha entrado en el tiempo. Por eso el cristianismo anuncia una novedad absoluta. No estamos solos. El Señor nos acompaña. Es más, estamos unidos a Él por el bautismo y, resucitado y glorioso, se hace presente en la Eucaristía que nos regala el cielo en la tierra. Esta misma celebración, en memoria de los mártires, no solo nos recuerda que somos para la eternidad, sino que nos regala la misma eternidad en el tiempo como pregustación de la gloria y del mismo cielo.
Con tan buen equipaje no hemos de temer desgastar nuestra vida en la evangelización y en el afán de devolver a nuestro pueblo el alma católica que nos ha caracterizado y ha hecho de nosotros un pueblo misionero. Hoy, cuando celebramos la Jornada Mundial de los Pobres a la que nos invita el Papa Francisco, es bueno recordar que no hay peor pobreza que la falta de Dios y que nuestra mejor limosna, junto con el cuidado de los más necesitados, es ofrecerles de manera humilde el testimonio de nuestra fe y la acogida como hermanos en la comunidad cristiana.
Es posible que algunos, en el contexto de la noche cultural y el olvido de Dios que estamos viviendo, se pregunten: pero ¿podremos resistir? Los mártires, y los ya beatificados, nos dan la respuesta. Ellos nos ponen de manifiesto que la victoria de Cristo, la victoria de la cruz, se extiende en el tiempo con los mártires y nos puede alcanzar a nosotros. Unidos a ellos también podemos decir con el Salmista: «Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré» (Sal 15). Fortalecidos por la gracia, con la alegría que promueve en nosotros el amor de Dios, hemos de sentirnos todos misioneros llevando en nuestros labios el anuncio del Evangelio y promoviendo el bien en todos los ámbitos de nuestra vida personal, familiar y social. La respuesta que espera la situación que vivimos en España es la santidad. Para ello, como hicieron los mártires, hemos de confiarnos al juicio de Dios, siempre dispuestos a abrazar la verdad como auténtico camino para la paz y la reconciliación.
Con la resurrección de Jesucristo, queridos hermanos, la muerte ya no tiene poder. Su victoria es nuestra victoria. Por eso el anuncio de la venida del Hijo del hombre «sobre las nubes con gran poder y gloria» (Mc 13, 26) nos llena de esperanza porque como dice el mismo evangelio, Él «enviará a los ángeles y reunirá a los elegidos de los cuatro vientos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo» (Mc 13, 27).
Con todos los mártires beatos abrimos nuestro corazón a Dios y elevamos nuestras súplicas para que nos cuente entre sus elegidos. Como nos advierte el Señor, queremos aprender de la higuera que cuando sus ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, sabemos que el verano está cerca. Del mismo modo, asistidos por el Espíritu Santo, queremos detectar en nuestro mundo los signos que nos hablan de Dios y nos invitan a secundar los caminos que Él quiere abrir en nuestra historia. Nos anima la fe en Cristo y la confianza en sus palabras cuando nos dice: «el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mc 13, 31).
Una vez más, la celebración de esta Eucaristía en este cementerio de los mártires de Paracuellos de Jarama es una invitación a dar gracias a Dios por su testimonio. Inmersos en una nueva guerra cultural propiciada por el laicismo y la increencia, nuestro trabajo, en comunión con la Hermandad de Nuestra Señora de los mártires de Paracuellos y con todas las órdenes y congregaciones religiosas cuyos mártires reposan aquí, está encaminado a transformar este Camposanto en un referente de amor a Dios y a España. Para todos, y en especial para los jóvenes, hemos de ofrecerlo como un lugar donde han florecido la fe y las demás virtudes cristianas. Este cementerio es un verdadero jardín donde reposan ya ciento cuarenta y tres beatos (63 religiosos Agustinos, 22 Hospitalarios de San Juan de Dios, 13 Dominicos, 6 Salesianos, 15 Misioneros Oblatos, 3 Hermanos Maristas, 1 sacerdote de la Orden de San Jerónimo, 1 Capuchino, 1 religioso de la Orden del Carmen, 9 Hermanos de las Escuelas Cristianas (La Salle) y 9 miembros de la Familia Vicenciana). Todos ellos, unidos a muchos de los que fueron sacrificados aquí, pusieron de manifiesto el poder del perdón y la llamada a la reconciliación.
Tan solo los santos, en efecto, son la respuesta a este momento que vivimos en España. Como los mártires que confiaron en Dios, nosotros deseamos poner en manos de Cristo nuestras vidas, nuestras familias y la totalidad de nuestro pueblo, convencidos de que con Dios lo tenemos todo y, sin Dios, no tenemos nada.
Una vez más al concluir la Eucaristía, expondremos al Santísimo y en procesión iremos a bendecir las fosas y a rezar por nuestros hermanos enterrados, por sus familiares y por la paz de nuestro pueblo.
Que la Virgen María, Reina de los mártires, interceda por todos nosotros y nos conceda ser un pueblo fiel a Cristo y que España pueda siempre caminar por las sendas de la justicia y de la paz. Que la Virgen María, como Madre amorosa y Puerta del cielo, presente ante su Hijo Jesucristo nuestras oraciones por todos los fieles difuntos que aguardan la resurrección en este cementerio de Paracuellos. Que ella nos ayude a mantener a España unida como una familia, familia que se honra en la memoria de nuestros hermanos mártires que se mantuvieron fieles hasta el final. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario