Nos cambió la hora de nuevo, y hemos ajustado los relojes dejando que el sol nos salude antes cada mañana, aunque marcha también más temprano cada tarde. Pero metidos como estamos en este mes del otoño avanzado, comprobamos mirando al almanaque cómo es imparable el paso del tiempo que nos va dejando mes tras mes su embrujo y su mensaje. Queda atrás la explosión de vida que nos lanzó la primavera con sus guiños y meses floridos; también pasó el verano agostador con sus sofocos y holganzas; y antes de meternos en un nuevo invierno en donde aprender a valorar la vida yendo a las raíces, nuestra travesía surca este noviembre otoñal.
A sus mismas puertas, con colores de malva y sentimientos de recuerdo, nos sorprende un par de citas en sus dos primeros días. Primero la festividad de Todos los Santos, en la que escuchamos de nuevo que esa es la vocación última y primera que hemos recibido de Dios: ser santos. Como tantos lo han sido, aunque no figuren en el calendario oficial. Fueron santos haciendo sencillamente lo que tenían que hacer, amando a Dios con todo su ser y al prójimo como a un hermano. Lo que amasaron sus manos, lo que soñaron ver sus ojos, lo que fueron capaces de decir y de callar, lo que amaron y lo que sufrieron, todo cuanto ofrecieron, ahí está.
Es la santidad cotidiana que la vida corriente se describe, y como decía el poeta ''trenzando juncos y mimbres se pueden labrar a un tiempo para la tierra un cestillo y un rosario para el cielo''. Es la santidad de la puerta de al lado, como dice el Papa Francisco. La de sabernos peregrinos de ese destino al que el Señor nos llamó, y hermanados con los que Dios nos da, y por Él acompañados en nuestros momentos de prueba y en los de gozar. Que todos los santos nos ayuden en esta aventura de vivir cristianamente las cosas, amando a Dios nuestro Señor, en comunión con la Iglesia y con afecto a los hermanos.
Pero en este noviembre ceniciento de las brumas matinales, su segundo día tiene otra cita muy medida en la entraña de nuestro pueblo creyente: la celebración de todos los fieles difuntos. También ellos fueron llamados a la santidad, pero aún no han concluido su camino. No están entre nosotros, y en la espera a que vuelva el Señor siguen haciendo su periplo.
Los difuntos no son anónimos. Todos tienen un nombre, mil rostros en nuestra memoria, y sobre todo tienen un punto de recuerdo que nos mueve no sólo al suspiro de la nostalgia, sino al pago dulce de la plegaria por ellos ante la deuda de gratitud por lo mucho que de ellos recibimos. Son padres, hermanos, esposos e hijos. Son amigos, vecinos, compañeros. Son ellos. Y por todos ellos, en un día de difuntos, encendemos la vela de nuestra mejor remembranza, mientras depositamos en sus tumbas una flor y elevamos nuestra oración a los cielos.
No es un día en el que nos quedamos melancólicos y pensativos por un ayer que pasó con quienes ya se fueron para no volver. La celebración de los fieles difuntos tiene un trasfondo de esperanza que se deriva del mirar a un mañana prometido, en dónde para siempre gozaremos de un encuentro eterno junto a Dios. Así lo pedimos cuando rezamos por las almas del purgatorio y despertamos nuestros deseos del cielo, y esto es lo que nos ganó Cristo resucitado venciendo su muerte y la nuestra. El corazón que tiene sus razones, no se resignará jamás a que todo acabe en el triste recuerdo de un pasado fugaz. Esta rebeldía es profundamente creyente porque coincide con la promesa que nos ha hecho Dios.
En medio de las brumas otoñales, pedimos por el eterno descanso de nuestros seres queridos, mientras nos gozamos del destino santo y sin fin al que fuimos llamados por Dios, con María y con todos los santos que en el mundo han sido.
+Fray Jesús Sanz Montes O. F. M.
Arzobispo de Oviedo
No hay comentarios:
Publicar un comentario