(ABC) En 2018 se cumplen mil trescientos años de la batalla de Covadonga. La del 718 sigue siendo la fecha más plausible para los especialistas y por eso resulta llamativo el poco eco de la efeméride, habida cuenta la importancia que toda la historiografía, actual y pasada, ha dado y sigue dando a lo sucedido en el monte Auseva, al margen de su verdadera dimensión militar. Como es sabido, la derrota árabe frente a Pelayo y los suyos propició la aparición de una zona de resistencia que muy pronto dio paso a una realidad de mayor fuste, la reconquista desde el reino de Asturias.
Para comprender el verdadero relieve de lo que Covadonga supuso, es preciso tener en cuenta la continuidad existente entre el naciente reino norteño con el hispano-visigodo con capital en Toledo, de forma que el primero sólo es inteligible a la luz de la tradición romano-gótica. Recordemos que a lo largo de los siglos precedentes se extendió en el Regnun Hispaniorum una idea según la cual los godos eran el pueblo elegido por Dios e Hispania la tierra prometida conforme al modelo presentado por el pueblo de Israel. Esta idea fue la que permitió explicar, según el ejemplo del Antiguo Testamento, la pérdida del reino hispano-godo como un castigo de Dios que, naturalmente, debía ser seguido del perdón cuando el pueblo hubiera purgado su pecado. Esa idea es un motivo constante en el renacido reino en las montañas desde los primeros tiempos. Un documento regio de 812 afirma que, merced a la ayuda divina, el reino hispano-visigodo había destacado sobre los demás, pero que por haber ofendido a Dios sucumbió ante los musulmanes. Entonces, Dios eligió a Pelayo, quien luchó victoriosamente y salvó al pueblo cristiano: «Cristo tuvo a bien elegir, dentro de la ruina, a don Pelayo, quien elevado a la autoridad de príncipe, pudo evitar el total derrumbe, pues luchando victoriosamente venció a los enemigos y preservó a la gente de Asturias».
Las crónicas que nos han conservado el relato de lo sucedido en Covadonga fueron escritas durante el reinado de Alfonso III, entre el 866 y el 910. Un reinado que se caracterizó por los éxitos militares frente al Islam, los avances de la repoblación al sur de la cordillera y un despegue y rearme cultural de indudable importancia. Fruto de todo ello fue la manifestación de esa ya por entonces vieja conciencia de continuidad con el pasado de la Hispania visigótica, expresada por Alfonso III en la asunción de títulos como Totius Hispaniae Imperator o Hispaniae Rex en tiempos que, por vez primera, quedaba expresada la voluntad de atisbar el desvanecimiento el poder islámico sobre España.
Fue en aquellos años cuando se conformó una verdadera conciencia histórica de los acontecimientos en torno a Covadonga, enjuiciados desde entonces como la primera piedra de la «Restauratio Hispaniae», entendida ésta como recuperación del perdido reino de Don Rodrigo. Pero quizá lo más interesante acerca de la fecundidad de esta idea y de la toma de conciencia que la hizo posible, es la forma en que sucesivas generaciones de españoles han visto iluminada su historia por el hecho germinal de Covadonga.
Así, el recuerdo de Pelayo fue haciéndose cada vez más insistente y más cargado de consecuencias a medida que fue creciendo la conciencia de unidad hispana. Bástenos recordar un ejemplo catalán de 1496, el de las Cròniques d’Espanya del barcelonés Pere Miquel Carbonell, quien narra cómo Pelayo no fue elegido rey sólo por los asturianos, sino por los cristianos procedentes de diversas partes que se habían refugiado entre aquellas montañas, por lo que sostiene que Pelayo hubo de intitularse desde el primer momento rey de España.
La pujante historiografía del Siglo de Oro, en autores como Florián de Ocampo, Ambrosio de Morales, el padre Mariana, F. Prudencio de Sandoval o Diego de Saavedra Fajardo, mantuvo en lo esencial el relato y el sentido de Covadonga. En ella puede observarse el deseo de vincularlo al nuevo papel de España en el mundo a través del ensalzamiento de los orígenes de una monarquía llamada a convertirse en defensora universal de la fe católica. Para el gran Saavedra Fajardo, la protección divina habría llevado a los españoles a la fundación de «la mayor Monarquía que se ha visto en el mundo».
Los cambios en la interpretación de Covadonga de los siglos XVIII y XIX se resumen en ese hito historiográfico que es la enorme Historia de España de Modesto Lafuente, comenzada a publicarse en 1850. Éste se sirve también de las viejas crónicas asturianas, pero hay un cambio esencial: ya no es Dios quien actúa, sino exclusivamente un puñado de españoles, eso sí cristianos, en los que nace un pensamiento grande, glorioso, salvador y temerario llamado a fructificar con el correr de los siglos. Se cercena así la raíz misma de la visión providencialista y triunfa la visión de un liberalismo ocupado en la construcción del Estado-nación. Pero al prescindirse de la concepción tradicional en la que Dios actuaba en defensa de los suyos para asegurar su vida y su libertad, idea que permitía todos los acrecentamientos de sentido reseñados, se produce un inevitable empobrecimiento del proyecto vinculado a la idea de España, que pierde su dimensión universal para reducirse a lo puramente nacional.
Sabemos de las dificultades que este concepto de Estado-nación propugnado por el liberalismo revolucionario primero, conservador después, tuvo para asentarse en España. A ello se unió la pugna intelectual y política en torno al ser o la esencia de España. El sentido de Covadonga se ha visto también envuelto en estos debates, junto con su legado: el extendido reino astur-cantábrico, con la progresiva reconquista, repoblación y construcción progresiva de la conciencia colectiva en torno al concepto de España. Hoy estamos ante otra nueva fase de la reinterpretación de sentido de Covadonga en clave reductora e incluso negacionista. Las ideas ahora dominantes dejarán su huella, pero también pasarán. Es lícito esperar, como quienes escribieron la Crónica Profética hace casi doce siglos, la «Restauratio Hispaniae», y con ella una nueva interpretación del sentido de la historia de Covadonga y de España que permita enlazar con lo que aquellos hombres afirmaron con alegría y confianza: que Dios no abandona a su pueblo ni traiciona su alianza.
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