Con el avance del verano las comunidades cristianas de cientos de localidades rurales celebran su solemnidad de Corpus, al que familiarmente llamamos ''la Fiesta Sacramental''. Somos herederos de este tesoro que tenemos que cuidar. Nuestros templos parroquiales son ciertamente hermosos, pero especialmente lo es más la unión de toda la feligresía en torno al sagrario, en el cual habita el vecino más importante.
Más es curioso que en los pueblos la solemnidad del Corpus no se presenta como esa fiesta que viene imperada o llega como secundaria detrás de la patrona o del titular en la mayoría de parroquias. En Asturias encontramos esta hermosa excepción que, en en un buen número de pueblos, se ha consolidado en el tiempo como la Fiesta Mayor; la más grande, la principal... ésta del Santísimo Cuerpo y Sangre del Señor, es aquella en que la que la Iglesia nos invita a detenernos ante el misterio que a veces llegamos a descuidar por las traicioneras rutinas de la vida.
Celebrar al Santísimo Sacramento no supone hablar de una idea bonita o una devoción más, sino que tenemos que caer en la cuenta de que Dios está aquí; que al entrar en el templo entramos en su presencia y que sólo en Él encontramos la luz que ilumina nuestras vidas.
Curiosamente y sin que la Iglesia tuviera en cuenta la realidad Asturiana, parece un poco hecho para nosotros, pues en estos domingos estivales el evangelio rompe su continuidad a la lectura del evangelista correspondiente para detenerse en el llamado discurso eucarístico de Jesús, del evangelio de San Juan.
Esta celebración anhela ser en tantos pueblos asturianos ese día que brillaba más que el sol; la jornada para honrar a Jesús Sacramentado, para mirar al pan de vida al mismo tiempo que el sol anima la siega y nos invita al reposo.
Son días muy especiales para las pequeñas comunidades cristianas. Fiesta -y días previos- en los que todos se afanan en arreglar, pintar, limpiar, preparar y adornar las cosas para que todo esté a punto para el día grande en que el Señor atraviesa las calles y pasa frente a tantas casas haciendo camino y siendo camino del pueblo que le canta, deseando reconocerle como aquellos despistados discípulos de Emaús.
También los habrá que verán pasar al Señor pero no le reconocerán, o incluso lo negarán o se mofarán de Él. Por eso esta fiesta tiene como prioridad convertir los corazones enfriados. Que los que aún no se han encontrado con este Dios humilde que nos invita a su mesa y se nos da como alimento caigan de sus caballos y abran los ojos de sus cegueras.
¿"Cómo pagarle al Señor todo el bien que me ha hecho"? El salmista nos da la respuesta: ''invocando tu nombre Señor''. En conclusión, invoncándole le damos gracias. En estas antiquísimas palabras escritas muchísimos siglos antes de Cristo vemos actualizado el banquete Eucarístico, acción de gracias por excelencia donde alabamos al Creador por tantos dones inmerecidos. Pero la Eucaristía no puede quedarse sólo en eso, en una acción de gracias, es también y mayormente Cruz, sacrificio, actualización de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, que por nosotros sigue entregándose en el ara del altar.
Al entregarse se queda con nosotros; inmolado ya no vuelve a morir. Se nos parte y reparte, y nosotros, tras pasar por el sacramento de la Penitencia para poder recibir este manjar, ''dignamente preparados'' nos acercamos a Aquél que es el único que nos ofrece la verdad, la vida verdadera que no se acaba.
A propósito de esto, San Juan Pablo II escribía lo siguiente: ''Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como primicia de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su totalidad''. Qué emoción para el corazón del hombre poder acercarse a la mesa que anticipa ya aquí en la tierra el banquete celestial.
Cuando salgamos en procesión, a buen seguro repicarán las campanas: ¿por quién suenan?, ¿por qué? ¿porque siempre se hizo?... no; suenan para alertar, tocan para gritar al mundo eso mismo que el apóstol San Pablo señala en su carta a los Hebreos: ''Su tabernáculo es el más grande y más perfecto, no hecho por manos de hombre''. Esto es que no hablamos de una imagen, no sacamos bajo palio un objeto, sino que es Cristo mismo verdaderamente presente en su cuerpo, sangre, alma y divinidad.
Jesús quiso celebrar la Pascua y no de cualquier manera. Hemos oído muchas veces como sus discípulos lo prepararon todo en aquella "sala con divanes". Hoy nosotros hacemos lo mismo sólo que en nuestra sala no hay divanes sino retablos, bancos, piedras; pero el anfitrión es exáctamente el mismo: Jesús de Nazaret, muerto, resucitado y vivo entre nosotros.
Un cristiano vive de la Eucaristía, del encuentro íntimo con Dios, de entender ese primer mandamiento que aprendimos en Catecismo de amar a Dios sobre todas las cosas. Bien sabían esto los mártires que se entregaron imitando a Cristo el primer entregado, que ahora nos alimentará con su cuerpo y se quedará aquí con nosotros en la reserva eucarística. Es lo que más deben cuidar los fieles de una Parroquia, el amor al Sagrario, pues es lo más valioso que tenemos aunque el mundo lo ignore y desprecie al adorar los nuevos becerros que nuestra sociedad líquida y frívola levanta para su condenación.
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