Catequesis del Santo Padre
Queridos hermanos y hermanas, buenos días.
Continuando la reflexión sobre el sacramento de la Confirmación, consideramos los efectos que el don del Espíritu Santo hace madurar en los confirmados, llevándolos a ser, a su vez, un don para los demás. El Espíritu Santo es un don. Recordemos que cuando el obispo nos da la unción con el óleo dice: “Recibe el Espíritu Santo que te es dado en don”. Ese don del Espíritu Santo entra en nosotros y nos hace fructificar, para que podamos dárselo luego a los demás. Siempre recibir para dar: nunca recibir y quedarse con las cosas dentro, como si el alma fuera un almacén. No: siempre recibir para dar. Las gracias de Dios se reciben para dárselas a los demás. Esta es la vida del cristiano. Es propio del Espíritu Santo descentralizarnos de nuestro “yo” para abrirnos al “nosotros” de la comunidad: recibir para dar. No somos nosotros el centro: somos un instrumento de ese don para los demás.
La Confirmación, completando en los bautizados la semejanza con Cristo, los une más fuertemente como miembros vivos del cuerpo místico de la Iglesia (cf. Ritual de la Confirmación, n. 25). La misión de la Iglesia en el mundo procede a través de la contribución de todos los que forman parte de ella. Algunos piensan que en la Iglesia haya patrones: el Papa, los obispos, los curas y que luego vengan los demás. No: ¡la Iglesia somos todos!. Y todos tenemos la responsabilidad de santificarnos el uno al otro, de preocuparnos unos de otros. La Iglesia somos todos nosotros. Cada uno tiene su trabajo en la Iglesia, pero la Iglesia somos todos. Debemos pensar en la Iglesia como en un organismo vivo, compuesto de personas que conocemos y con quienes caminamos, y no como una realidad abstracta y distante. La Iglesia somos nosotros que caminamos, la Iglesia somos nosotros que estamos en esta Plaza. Nosotros: esta es la Iglesia. La Confirmación vincula a la Iglesia universal, esparcida por toda la tierra, involucrando activamente a las personas confirmadas en la vida de la Iglesia particular a la que pertenecen, encabezada por el obispo, que es el sucesor de los apóstoles.
Y por eso el obispo es el ministro originario de la Confirmación (cf. Lumen Gentium, 26), porque incorpora el confirmado a la Iglesia. El hecho de que, en la Iglesia latina, este sacramento sea normalmente conferido por el obispo pone de relieve su “efecto de unir a los que la reciben más estrechamente a la Iglesia, a sus orígenes apostólicos y a su misión de dar testimonio de Cristo” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1313).
Y esta incorporación eclesial está bien representada por el signo de la paz que concluye el ritual de la crismación. Efectivamente, el obispo dice a cada confirmado: “La paz sea contigo”. Recordando el saludo de Cristo a sus discípulos en la tarde de Pascua, lleno del Espíritu Santo (cf. Jn 20, 19-23), -como hemos escuchado- estas palabras iluminan un gesto que “manifiesta la comunión eclesial con el obispo y con todos los fieles” (cf. CIC, 1301). Nosotros, en la Confirmación, recibimos el Espíritu Santo y la paz: esa paz que debemos dar a los demás. Pero pensemos: Que cada uno piense, por ejemplo, en su comunidad parroquial. Está la ceremonia de la Confirmación y después nos damos la paz: el obispo se la da al confirmado, y después en la misa la intercambiamos entre nosotros. Esto significa armonía, significa caridad entre nosotros, significa paz. Pero ¿después que pasa? Salimos y empezamos a hablar mal de los demás, a “despellejarlos”. Empiezan los cotilleos. Y los chismes son guerras. ¡No, no está bien! Si hemos recibido el signo de la paz con la fuerza del Espíritu Santo, tenemos que ser hombres y mujeres de paz, y no destruir, con la lengua, la paz que ha hecho el Espíritu. ¡Pobre Espíritu Santo! ¡Qué trabajo tiene con nosotros con esta costumbre del chismorreo! Pensadlo bien: el chismorreo no es una obra del Espíritu Santo, no es una obra de la unidad de la Iglesia. El chismorreo destruye lo que Dios hace. ¡Por favor, acabemos con el chismorreo!
La Confirmación se recibe solo una vez, pero el dinamismo espiritual suscitado por la santa unción es perseverante en el tiempo. Nunca terminaremos de cumplir el mandato de difundir en todas partes el buen olor de una vida santa, inspirada en la fascinante sencillez del Evangelio.
Ninguno recibe la Confirmación solo para sí mismo, sino para cooperar en el crecimiento espiritual de los demás. Solo de esta manera, abriéndonos y saliendo de nosotros mismos para encontrarnos con nuestros hermanos, podemos realmente crecer y no solo engañarnos con que lo estamos haciendo. De hecho, cuando recibimos un don de Dios debemos darlo – el don es para dar- para que sea fructífero, y no enterrarlo, a causa de miedos egoístas como enseña la parábola de los talentos (Mt 25, 14-30). También la semilla, cuando la tenemos en la mano, no es para dejarla allí, en el armario y que ahí se quede: Hay que sembrarla. El don del Espíritu Santo hay que dárselo a la comunidad. Exhorto a los confirmados a no “enjaular” al Espíritu Santo, a no oponer resistencia al Viento que sopla para empujarlos a caminar en libertad, a no sofocar el Fuego ardiente de la caridad que lleva a consumir la vida por Dios y por los hermanos. ¡Que el Espíritu Santo nos conceda el coraje apostólico para comunicar el Evangelio, con las obras y las palabras, a todos los que encontramos en nuestro camino! Con las obras y las palabras, pero las palabras buenas: las que edifican. No las palabras de los chismes que destruyen. Por favor, cuando salgáis de la iglesia pensad que la paz recibida es para dársela a los demás: no para destruirla con el chismorreo. No lo olvidéis.
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