La Iglesia acaba de celebrar al Sagrado Corazón de Jesús, y con especial intensidad la que peregrina en España con la mirada puesta en el ya cercano centenario de la consagración de nuestra nación a su amor.
Con esta querida Solemnidad, tenemos la clara sensación de que Él es la meta donde acudimos a depositar el último tramo de vida; los avatares entre manos traídos y en definitiva la cosecha de frutos y agrazones de la vendimia de cada cual.
El camino nos cansa y agota, por ello siempre necesitamos saciar nuestra sed. De este modo podemos acercarnos mejor a la humanidad de Cristo que desde la Cruz entonó nuestro mismo sentimiento: ''sabiendo que ya todo estaba consumado, dijo, para que la Escritura se cumpliese: Tengo sed'' (Jn 19,28). Y es que la sed no es un estado, sino el tormento que Cristo sufrió al gritar su quinta su palabra.
Su sed, como la nuestra, no la sacia bebida alguna; es una sed mayor, un deseo del cuerpo, ciertamente, pero ella expresa además la otra que oculta nuestro ser y que siempre está latente. Hablamos del anhelo de Dios, de su presencia haciéndose nuestro el canto del salmista: ''mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua'' (Sal 62). San Juan Pablo II al hablar de este pasaje, se apoyaba en los escritos del Camino de Perfección de su admirada Santa Teresa para explicar el sentido de esa ''necesidad'', pues aclaraba la Santa que no hablamos de una especie de capricho que no nos hiciera falta, sino que hablamos de algo tan esencial, que si nos falta, sencillamente nos morimos.
Hay otro pasaje muy querido por el pueblo fiel y que se canta de múltiples formas y melodías, el cual expresa de modo sublime el anhelo por hallar a Dios, ejemplificado ya no en el hombre, sino extendido a toda criatura. Así el Salmo 41 reza: ''Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; tiene sed de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?''.
Es nuestra llamada interior hacia el Creador verificado en su Hijo, ''Dios-con-nosotros''. Es un sentir que San Agustín describió como nadie al expresarlo así: "Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti". Con qué destreza nos hace entender el Santo Obispo de Hipona ese deseo bueno del alma sedienta. Nos adentra en nuestro interior tratando de entender a un Dios -como explica el santo- que, siendo fuente, tiene sed de que nosotros le queramos buscar para de Él saciarnos movidos principalmente por la propia sed que tan sólo desaparece cuando bebemos la Copa de la Salvación.
La sed de Jesús es también la de su Padre, el deseo de que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. En la historia de la Salvación continuamente se nos está recordando cómo Dios no actúa al son del azar sino al de su Corazón, y así ocurre en nuestros días cotidianos. Al final de cada jornada y tiniebla llega su amanecer. Así lo experimenta también el pueblo de Israel que vieron brotar las aguas del pedernal, como nos recordará el profeta: les sacaste agua de la peña para su sed (Neh 9,15).No fueron al desierto a morir, porque Dios no los abandonó.
Bien saben valorar el agua y el pan los que a lo largo de su vida han experimentado en verdad lo que es no poder disponer de ello cuando el cuerpo lo reclama. Y es que el cristiano, al buscar imitar a Cristo, debe intentar ser fuente pública para todo el que pasa a su lado.
Parece que en los últimos tiempos asistimos a un resurgir del culto y devoción al Amor de Dios, el problema radica en que no todos comprenden que no se trata de una piedad moderna, sino que es el tesoro escondido del que nos habla y en el que se encarna el propio Evangelio.
Y es que el Corazón de Cristo no nace en Paray-le-Monial en el siglo XVII, sino que nace en el madero que preside el Calvario. Allí y sólo allí comienza a tomar forma esta aventura del amor de Dios entregado por toda la humanidad. Es sobre aquellos peñascos del Gólgota donde la lanza del soldado, al igual que la vara de Moisés, manifestaron a la humanidad que Dios hace sus prodigios; que no nos deja de su mano y que a su lado jamás nos faltará el agua. A la hora de nona se cumplieron las profecías, entre ellas la de Zacarías que anunciaba: ''En aquel día sucederá que brotarán aguas vivas de Jerusalén'' (Zc 14,8).
El corazón de Cristo, además de surtidor de vida, es el corazón de la Iglesia donde Rey y reinado son inseparables pues la Iglesia sólo vive adhiriéndose a su Señor. Esposa y Esposo, siendo dos, se hacen uno sólo y así en ella lo vemos a Él, como en Él a Ella... Si San Juan XXIII hablaba de la Iglesia como esa fuente en medio del pueblo que para todos surte sus aguas, Cristo es el manantial que no sólo abastece un territorio sino el orbe en sí por completo. Al igual que a la Samaritana nos ofrece la posibilidad de acercarnos a beber, pero sin obligarnos jamás a ello. Él mismo es oasis en el desierto y pozo en el camino... Ese Cristo que como aguacero bueno se acerca al moribundo a refrescar sus labios: Al que tiene sed, yo le daré de la fuente del agua de la vida (Ap 21,6).
La experiencia espiritual del Beato Bernardo de Hoyos S.J. es una reiteración de la predilección de Cristo por los indefensos, los sencillos, los últimos... Por lo que a nosotros ha llegado de su modélica vida advertimos a un hombre probado de virtudes, aunque según diferentes biografos suyos no muy válido para el estudio y las grandes destrezas. Dicha conclusión se toma de la dispensa pedida por sus superiores para poder ordenarle, cuando ni siquiera había comenzado cuarto de teología. Pero no le hacía falta; Bernardo era un sabio y entendido en Dios en cuyo corazón se supo introducir y vivir hasta el último aliento. Ni un año vivió de sacerdote; apenas diez meses de los cuales los cuatro últimos los pasó abrazado a la Cruz de la enfermedad del "Tifus", que le llevaría finalmente a la tumba.
Su existencia fue un grito al mundo de que Dios se nos revela en el amor que resplandece en ese Sagrado Corazón, y que haría de su vida la mayor propagación en España al Rey del Universo. El Padre Hoyos encontró esa bebida que se prueba y tras lo cual no se vuelve a tener sed; esa bebida que brota del costado de Cristo cada vez que el cáliz se eleva en la consagración de la Santa Misa: ¡bebida de salvación!.
No se guardó para sí secreto alguno; quiso hacernos a todos partícipes de la verdad que el mismo Salvador le reveló un día de la Ascensión . Es el misterio del Corazón de Dios en Cristo, manantial de vida eterna del que Bernardo escribió: ''Me mostró su corazón''. Manifestación del encuentro físico y trascendente con el Mesías, Hijo de Dios vivo. La Palabra del Creador también nos interpela sobre esto en un profético pasaje que parece emular las vivencias del vallisoletano: ''Y me mostró un río de agua de vida, resplandeciente como cristal, que salía del trono de Dios'' (Ap 22,1) . He aquí el Corazón que tanto ama a los hombres y que nos llama a descansar en su regazo; el que en cada tramo del camino nos reitera: ''Si alguno tiene sed, que venga a mí y beba'' (Jn 7,37).
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