(ABC) Toda la furia extraviada que ha desatado la sentencia del juicio a los bicharracos de «La Manada» nos sirve para mostrar cómo nuestra época ha abdicado de la razón teórica, para después tratar de combatir los efectos deletéreos de esa abdicación con torsiones y contorsiones estrafalarias de la razón práctica.
La razón teórica nos permite enunciar principios universales, acordes con la naturaleza de las cosas; y la razón práctica nos enseña a aplicar tales principios a las circunstancias mudables de la vida. Pero si la razón teórica abdica (o, todavía peor, se reprime, cohíbe o coarta, por sinrazones ideológicas), el juicio de la razón práctica será inevitablemente erróneo. La naturaleza de las cosas nos enseña, por ejemplo, que la vida o la integridad física de las personas es un bien que debe protegerse; y que, por lo tanto, cualquier acto que lo lesione tiene que ser castigado, independientemente de que la víctima haya prestado su consentimiento. Así, si yo pido a un amigo que me ampute un brazo, o que me salte la tapa de los sesos de un tiro, y mi amigo accede a hacerlo, la razón teórica dictamina que mi amigo ha transgredido la naturaleza de las cosas y por ello debe ser castigado; luego, en todo caso, quien lo juzgue podrá determinar (mediante un juicio de la razón práctica) si su culpa puede ser atenuada o agravada.
Pero esta secuencia lógica entre la razón teórica y la razón práctica se hace añicos –¡oh sorpresa!– cuando se trata de enjuiciar las conductas sexuales. La razón teórica nos enseña que el apetito sexual debe encauzarse, para no convertirse en una fuerza arrasadora de la dignidad y afectividad humanas; la razón teórica nos enseña que determinados actos sexuales son aberrantes, porque no buscan otra cosa sino obtener una burda satisfacción, lograda a costa de ultrajar a otra persona. La razón teórica nos enseña que cuando cinco hombres penetran en comandita a una mujer están perpetrando una aberración que merece un castigo severísimo, con independencia de que la mujer haya sido forzada o haya consentido tal aberración; pues una mujer que consiente en someterse a tal aberración tiene sin duda el consentimiento viciado, por culpa de algún trastorno mental o perversión afectiva (o bien por hallarse bajo los efectos de sustancias que han ofuscado su juicio). Y, sentado este juicio de la razón teórica, a la razón práctica le correspondería dirimir las circunstancias agravantes (intimidación, violencia, abuso de confianza, posición de superioridad, etcétera) o, en su caso, atenuantes. Pero la razón práctica sólo tendría que afinar el juicio de la razón teórica, que previamente habría establecido que ciertos actos sexuales depravados exigen un castigo severo.
Nuestra época, en cambio, niega que existan actos sexuales depravados en sí mismos. Y esta dimisión de la razón teórica se explica porque ella misma está depravada y no tiene valor para afirmar que una sexualidad que no se encauza se convierte en una fuerza destructiva. Lo hace porque se ha propuesto destruir una serie de afectos naturales y de instituciones creadas para preservarlas azuzando el desenfreno sexual. Y esta época depravada que ha fomentado sinrazones en manada, que ha promovido todas las formas de desenfreno sexual y auspiciando ideologías monstruosas que han reducido a escombros los afectos naturales y las instituciones creadas para protegerlos… ¡se pone furiosa porque la razón práctica de unos jueces no ha castigado más severamente a los bicharracos de "La Manada"! A esto se le llama poner tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias. De una época tan depravada puede decirse con justicia que en el pecado lleva la penitencia.
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