I. Cumplir la Pascua
Nadie duda que la Pascua es la fiesta mayor para los cristianos, y es que para ello nos hemos preparado cuarenta días; lo celebramos otros cincuenta y lo actualizamos cada día del año litúrgico, especialmente todos los domingos.
Los mayores tenían muy claro que por delante de "ramos", la fiesta del pueblo o cualquier otra devoción había que cumplir con la Pascua.
Y para cumplir con ésta, la confesión los primeros días de la Semana Santa -lo que en los pueblos aún llaman el "Cumplimiento Pascual"- para acercarse debidamente a la Eucaristía del Domingo, y como dice mandamiento de la Santa Madre Iglesia: ''comulgar por Pascua de Resurrección''.
II. Resucitemos para resucitar
La Pascua no sólo es muy importante, sino que es esencial. Es el centro de nuestra fe; la esencia misma de nuestra identidad.
La resurrección de Cristo no fue un sueño, ni algo simbólico, ni un apaño para que la historia tuviera un final feliz. Fue un hecho verídico y real cuyos testigos directos nos han transmitido esa verdad. Aún caliente el cuerpo del Señor, recién desenclavado por sus enemigos, seguían temiendo no tanto a su persona sino su mensaje. Bien presentes estaban las preocupaciones de éstos sobre su resurrección anunciada. Por temor a que alguien robara el cuerpo y sobreviviera "el montaje'' se ocuparon muy mucho en su necedad de ordenar doblar la guardia.
Pero para Dios ni valen las cadenas ni las losas del sepulcro, ni soldados vigilantes. Lázaro necesitó ayuda para quitarse las vendas, pero Cristo no. Él se nos presenta glorioso como le vemos en la eucaristía cuando el sacerdote así nos lo muestra: partido, roto, entregado...y es ahí cuando le reconocemos. El es el Cordero, pero su sacrificio es ''el que quita el pecado del mundo''.
Cantamos con solemnidad en la liturgia de las horas, ''llegó la boda del Cordero, su esposa se ha embellecido''; y es que eso es la Pascua, los desposorios de Cristo con su Iglesia que permanecen unidos inmutables e inseparables desde su victoria sobre la muerte.
La Pascua es tiempo de flores, de luces, de solemnidades... ejemplifica así la liturgia ese embellecimiento en los templos para que a nadie se le escape que la situación ha cambiado.
III. Vayamos a Galilea
En la noche de Pascua y a continuación en la mañana de Resurrección, entonamos por todo lo alto el Aleluya y proclamamos la gloria de Dios junto al tañido de las campanas. Es lo que tiene la alegría irrefrenable de este acontecimiento, que no sólo no podemos encerrar en ninguna sacristía ni catacumba, sino que ha de comunicarse y proclamarse al mundo entero a voz en grito. El volteo de campanas en las torres y espadañas de los templos no sólo lleva una sonrisa a los enfermos que en sus casas se regocijan con sus repiques, también -¡ojalá!- sirva para que algún despistado se pregunte: ¿que pasará?... y es que Dios se vale a veces de lo que menos nos esperamos para hacerse el encontradizo con quienes ni lo esperan ni lo buscan.
El Maestro deja un aviso a los suyos: ''Id a Galilea; allí me veréis''... ¿qué significa en nuestra vida ir a Galilea? Pues ni más ni menos que ir y volver a los comienzos, a los orígenes, donde todo empezó... No sólo al amor primero que es Él mismo, sino a la inocencia y pureza de nuestro primer encuentro.
Como ha resucitado y estamos llamados a la salvación, ¿podemos ya relajarnos? Pues no; primero resucitemos de nuestros pecados para resucitar luego a la vida, pues la Pascua nos recuerda y advierte igualmente que Cristo ha de volver para juzgar "a vivos y muertos".
El Señor quiere que vivamos en santidad, por ello trabajemos para vivir por la senda del vivo que estuvo muerto y que volverá para acogernos en su Santa Morada, donde hay "muchas estancias".
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