Una de las peores digestiones que recuerdo fue, hace bastantes años, tras dar buena cuenta en el bar Los Caracoles, sito en la calle Mon y ya desparecido, de unas tapas de esos comunes moluscos. La noche fue para nota. Nunca más volví a probar uno en mi vida. No es raro, en días de lluvia, ver a paseantes, bolsa en ristre, por los caminos de nuestra afortunada periferia, surtiéndose de estos errantes y calmos gasterópodos que, sin duda, acabarán en la olla aderezados con alguna suculenta salsa. No son muy comunes en la gastronomía regional, siendo más propios de otras latitudes, como bien saben en el Mediterráneo español o nuestros vecinos galos que degustan con fruición sus escargots. Forman parte de la dieta humana al menos desde la Edad del Bronce, unos 1.800 años antes de Cristo nada menos. Los romanos los consideraban un manjar suculento e incluso los criaban en los cochlearium, como cuenta Plinio el Viejo.
Pues bien, hoy les voy a invitar a que salgan "a caracoles". Pero no por ninguna vereda cercana, sino a ese espacio secular, esencial, íntimo, sobrecogedor e inabarcable que es nuestra Sancta Ovetensis. nuestra catedral. Y no, no se trata de ninguna broma. ¿No me creen?
Pues acompáñenme. Entren conmigo donde la luz y el silencio cobran su ser. Acerquémonos al retablo dedicado a Santa Teresa que se encuentra frente al acceso a la Cámara Santa. Es obra del asturiano Manuel de Pedredo y la imagen de Santa Teresa que lo preside es del también escultor asturiano Luis Fernández de la Vega. La policromía fue factura del portugués Juan de Fagundis. Acompañan a la santa de Ávila, en la cabecera superior, San Elías, profeta en el monte Carmelo; a la derecha, el franciscano San Pedro de Alcántara y, a la izquierda, San Juan de la Cruz. Fue levantado en el siglo XVII cuando se trataba el patronazgo de la santa de Ávila sobre los reinos de España. Y completando este séquito celestial, en el banco del retablo, junto a la santa, vemos una escena en la que la Virgen y San José contemplan cómo el niño Jesús dispara al corazón de la santa flechas que va tomando de un carcaj que un ángel le sostiene. Pues ahí, a nada que nos fijemos, encontraremos, junto a un grácil y retozón conejo, nuestros catedralicios caracoles. Y se preguntarán, ¿qué pintan ahí esos caracoles? A saber.
Agustín Hevia Ballina, que me dio a conocer esta originalidad, junto con tantas otras que tanto incentivan mi curiosidad, se pregunta: "¿Qué quiso representar el artista poniendo unos caracoles como ilustración de la naturaleza animal combinada con la vegetalidad, que representó en profusión? El caracol significa la paciencia, la previsión de llevar la casa a cuestas y no sé cuántas cosas más".
¿Ustedes que creen? Tal vez estos caracoles, desde sus cuatro siglos de contemplación ovetense, nos estén diciendo que, quizá, a veces, lo sencillo, lo nimio, lo insignificante, lo humilde, lo que casi pasa desapercibido, también tiene su espacio entre la magnificencia y la esplendidez. Entre lo sublime. Que no es oro todo lo que reluce y que, entre los oropeles, lo cotidiano, entre lo común, la vida, sencillamente, se abre paso en busca de nuestra particular felicidad. Como didáctica moraleja para la posteridad.
Quién sabe...
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