Queridos hermanos sacerdotes;
Excelentísimas e Ilustrísimas autoridades del Gobierno de la Nación, de la Comunidad autónoma de Andalucía y autoridades provinciales, civiles y militares;
Queridos padres, abuelos y familiares del niño Gabriel Cruz;
Hermanos y hermanas:
Es difícil pronunciar unas palabras de consuelo cuando el que ha muerto es un niño inocente, pero como hemos escuchado en el libro de las Lamentaciones, hay algo que hemos de traer a nuestra memoria en estos momentos, «algo que me hace esperar: Que la misericordia de Dios no termina y no se ha agotado su ternura; antes bien, se renueva cada mañana: ¡grande es [Señor] tu fidelidad» (Lam 3,21-23).
Estas palabras del autor sagrado nos ayudan a comprender por qué estamos aquí, en la presencia del Señor, cuando todos, sin distinción alguna, nos sentimos víctimas de este hecho horrible que es la muerte del pequeño Gabriel. Esta muerte sin sentido, como hemos manifestado públicamente, pone al descubierto la situación enferma del corazón humano, la miseria de nuestra condición pecadora. Nos sucede a todos los mortales aquello que dice san Pablo refiriéndose al hecho de que el pecado habita en el corazón del hombre: «Pues no hago lo bueno que deseo, sino que obro lo malo que no deseo» (Rm7,19); y continúa el Apóstol de las gentes diciendo: «Y si lo que no deseo es precisamente lo que hago, no soy yo el que lo realiza, sino el pecado que habita en mí» (v. 20).
Si lo reconociéramos así, ciertamente seríamos mucho más justos con nosotros mismos, ya que reconoceríamos con realismo que el pecado puede vencernos en cualquier momento. Rezaríamos con convicción el Padrenuestro, la oración que el Señor nos enseñó, y suplicaríamos al Padre de las misericordias: «No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal» (Mt 6,13). Soñamos con mejorar las cosas y todo lo fiamos, a veces con sectarismo manifiesto, a nuestros programas de acción y a la toma del poder para ponerlos por obra, olvidando que el cambio radical que puede hacernos mejores es la conversión del corazón, algo que, como enseña el gran doctor de la Iglesia san Agustín, sólo Dios puede comenzar y llevar a término en nosotros, porque sólo Dios, en verdad, puede comenzar en nosotros lo bueno y llevarlo a término.
Por eso en la desolación y en la impotencia en que nos sumen hechos como esta muerte cruel, debe reafirmarse nuestra convicción de creyentes que el autor sagrado declara: «El Señor es bueno para los que en él esperan y lo buscan; es bueno esperar en silencio la salvación del Señor» (Lam 3,26). Como dice el salmo que hemos recitado, el tan conocido Salmo 22: no estamos dejados de la misericordia de Dios, porque nos acompaña siempre, en la dicha y en el dolor; y si el creyente en Dios mantiene la fe incluso en las situaciones límite como la que estamos viviendo, podrá decir con el salmista: «habitaré en la casa del Señor por años sin término» (v.6).
Estas hermosas palabras nos introducen de lleno en el evangelio según san Marcos, que recoge las palabras de Jesús sobre los niños, enojado porque los discípulos no querían que le molestaran. Jesús les dijo: «Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis, pues de los que son como ellos es el reino de Dios» (Mc 10,14).
Por nuestras propias fuerzas no podemos elegir a Dios, es Dios quien nos elige a nosotros, como les dice Jesús a los apóstoles la noche de la última Cena: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros…»(Jn 15,16). Jesús elige en especial a los niños, porque en su inocencia e ilusión están abiertos a la elección de Dios, a acoger con sencillez la fe y dejarla que prenda en su corazón de niños, marcándolos con el sello de la gracia redentora y de la santificación. Gabriel no tuvo tiempo de que su corazón se pervirtiera de la maldad que trasversalmente alcanza el corazón de los adultos, y la muerte violenta que ha padecido le acerca a Jesús de manera especial, pues lo identifica con la muerte de Cristo, el único justo e inocente de todo pecado, «ya que ha sido probado en todo como nosotros, excepto en el pecado» (Hb 4,15).
Los cristianos anunciamos la muerte y resurrección del Señor, porque del misterio pascual dimana la luz poderosa que ilumina el sentido de la vida humana y nos descubre que nuestra muerte no nos deja caer en el vacío de la aniquilación y la nada. Así se lo dice san Pablo a los Tesalonicenses: «Pues si creemos que Jesús ha muerto y resucitado, del mismo modo a los que han muerto en Jesús, Dios los llevará con él. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras» (1 Tes 4,14).
Este consuelo no es una mera ilusión, porque se funda sobre los hechos históricos que nos apresuramos ya a celebrar la próxima semana santa, la pasión del Señor, cuyo contenido es el misterio pascual: la muerte real, y la real y gloriosa victoria sobre la muerte de Cristo resucitado.
Gabriel, que llevaba el nombre del ángel que anunció a María el nacimiento de Jesús, a su manera de niño amó a Jesús. Este niño alegre y sonriente y bonito ha emprendido el camino que le lleva al encuentro con Jesús glorificado, el camino definitivo a la casa de Dios para habitar en ella por años sin término y allí conocer y participar del amor definitivo y la felicidad que no acaba de aquellos que viven la vida de Dios: los ángeles y los santos. Con ellos, Gabriel acompañará ahora a sus padres y abuelos desde el cielo.
Que la eucaristía que ahora vamos a celebrar nos alcance por el sacrificio redentor de Cristo, que el sacrificio eucarístico hace presente, honda conversión de nuestros pecados y la aceptación humilde de la voluntad de Dios, siempre bienhechora y favorable a nosotros. Que, por nuestra conversión a Dios, la sociedad se torne más humana y capaz de recibir el mensaje del Evangelio, a salvo de una violencia injusta ejercida contra los niños en todo el mundo, expresión y efecto de la mente y del corazón enfermos de tantas personas en nuestro mundo.
S. A. I. Catedral de la Encarnación
Martes 13 de marzo de 2018
+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería
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