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martes, 27 de marzo de 2018

Homilía en la Misa Crismal 2018

Andamos ya metidos en la Semana Santa acompañando a nuestras comunidades en este tramo final de un camino cuaresmal que se culmina en la Pascua. Y dentro de este marco especial de unos días especiales, tiene lugar esta celebración en donde el Pueblo de Dios se reúne con su obispo para celebrar juntos la Misa Crismal. Aquí estamos las tres vocaciones cristianas que conformamos la Iglesia del Señor: los sacerdotes y diáconos, los consagrados y los laicos. Todos en la Iglesia Madre de la Diócesis.

Este encuentro litúrgico nos permite vivirnos como miembros de la Iglesia del Jesús, mutuamente referidos, complementariamente vocacionados, cada uno con su nombre, su don y sus talentos, cada uno como bautizado al que Dios le ha asignado un precioso destino. Somos hermanos porque con el Padre común que nos ha creado, con el Hermano mayor que nos ha redimido, y con el Espíritu Santo que nos ha santificado, formamos esta comunidad eclesial que Dios pone como levadura de evangelio en la masa de la historia humana en este recodo del camino que juntos estamos escribiendo.
En esta celebración van a ser consagrados los santos óleos y el crisma. Los gestos de Jesús y la progresiva conciencia de la Iglesia fueron señalando estos signos salvadores y sacramentales que acompañan nuestro nacimiento y crecimiento como cristianos. El fruto del olivo tiene una resonancia grande en nuestra cultura humana y en nuestra tradición religiosa. En primer lugar, el aceite tiene esa virtualidad fortalecedora que ya empleaban los antiguos en sus pugnas y desafíos, encontrando precisamente en el óleo un elemento que ponía tersura y fortaleza en sus músculos, en sus huesos, en sus heridas. Pero también el olivo como árbol da frutos en sus ramas que son símbolo de la paz tras los diluvios inoportunos que amenazan con ahogar nuestra historia y nuestros sueños. En tercer lugar, el olivo es un árbol que ha sido final de perdición para quien ahorcó en él sus traiciones inauditas y donde secó sus llantos desesperados, o comienzo de salvación cuando en él se clavó la muerte que fue vencida para siempre hasta hacerlo florecer eternamente bendito. Todo eso significa el olivo en su árbol y en su fruto. El aceite es un óleo que nos acerca el bálsamo que nos hace fuertes en las batallas de la vida, que nos suaviza asperezas cuando nos confrontamos hasta el enfrentamiento que zahiere dejándonos heridos, que nos restaña la vulnerabilidad por la que se nos desangra la esperanza. De todo esto nos hablan los óleos santos que vamos a consagrar para poder luego sacramentar los signos de salvación que Cristo confió a su Iglesia.

Y hemos de decir que todos y cada uno de nosotros necesitamos este bálsamo de Dios. No sirven los ungüentos alternativos que nos dejan como estábamos sin poder sanar nuestro tiempo, nuestras labores, nuestras ilusiones, nuestros cansancios. Sólo sirve un bálsamo que nos abrace en nuestra pequeñez e impotencia, no un ungüento que nos engañe una vez más. Son muchas las heridas que en estos tiempos se nos infligen causando de mil modos una múltiple debilidad. El Señor quiso ser Él mismo ese bálsamo de luz y de ternura, cuando en su propia carne malherida nos ofreció lo que bella y dramáticamente nos anunció el profeta Isaías como hemos escuchado en la primera lectura: sus heridas nos curaron. Esta es la paradoja que nos salva: que las heridas de Dios, de ese Dios que por amor se hizo vulnerable, son el bálsamo que limpia y sutura todas las nuestras. Podemos decir que son muchas las heridas por las que hoy nuestra humanidad se está desangrando, tanto metafórica como realistamente hablando. Heridas por las que tantos inocentes son mutilados y asesinados muriendo en guerras y atentados terroristas, particularmente los cristianos que en estos momentos sufren el acoso y derribo del ataque más cruel y asesino; heridas menos públicas y menos publicadas, que están quizás escondidas y maquilladas, pero que nos hacen daño y nos arañan la felicidad: el miedo que nos acorrala y nos arrebuja en la desconfianza, el agotamiento de nuestros amores cuando es el capricho frívolo quien señala su fecha de caducidad, el cansancio en el bien y la connivencia fácil con la mediocridad, el individualismo egoísta de quien no tiene más horizonte que su lujo o comodidad, y las hambres, todas las hambres del cuerpo y del alma que nos hacen siempre mendigos de la verdad. Son algunas de las heridas que describen nuestra condición menesterosa, las que nos hacen débiles y pobres por más que juguemos en cada ocasión con un oportuno disfraz.

Los sacerdotes somos ministros de ese crisma y esos óleos, y con nuestras manos ungidas los acercamos a aquellos que en la Iglesia el Señor nos ha confiado. Es el bálsamo divino que manifiesta la ternura misericordiosa del Señor que sigue a nuestro lado, y así testimoniamos que al Señor le importa nuestro destino y nuestra felicidad, un Dios que se desvela ante nuestras pesadillas y que quiere bendecirnos con el regalo de su gracia y de su paz dando cumplimiento a nuestros sueños que nacen de su Corazón.

Es en esta Misa Crismal donde los sacerdotes haremos renovación de nuestras promesas. Fuimos ungidos con el santo crisma y este óleo no tiene fecha de caducidad ni se corrompe, aunque pueden haberse hecho impermeables nuestras manos y nuestro corazón a la gracia que recibimos en el día de nuestra ordenación. Como en toda historia de amor, la nuestra con Jesucristo sabe conjugar una humilde petición de perdón y una confiada renovación de nuestra entrega, y esto es lo que haremos dentro de unos instantes al volver a pronunciar el sí de nuestra pertenencia a Jesús en el camino vocacional que Él nos ha regalado en su Iglesia, cuando poniendo nuestro nombre en sus labios nos dijo sencillamente aquel ¡ven! que nos unió para siempre a su sacerdocio.

Somos llamados a amar a Dios sobre todas las cosas, amando todo lo que Él ama y como lo ama Él. Esta es siempre la síntesis de la ley y los profetas, como tantas veces dijo Jesús (Mt 22, 37-40), porque amar a Dios en cuyo corazón no cupiesen sus hijos, o entregarse a los hermanos sin aprender el gesto en el Padre Dios, seria vivir un espiritualismo abstracto o plantear una militancia de trinchera. Dios y los hermanos, para los cuales hemos sido llamados como ministros del Señor.

Queridos hermanos sacerdotes, doy gracias al Señor por cada uno de vosotros. No siempre es fácil hacer juntos un camino, no siempre los intereses y las actitudes se acompasan con la disponibilidad de aquel día en que fuimos misacantanos, y se introducen otras causas y poses que nos secuestran y acorralan en torno a la comodidad que nos hace intocables, a la falsa seguridad del dinero, y a la llantina de sentirnos preteridos sin que nadie nos haya excluido ni apartado. Pero en todo esto hemos de ayudarnos para hacer juntos este camino de verdadero servicio, que es lo que significa la palabra ministerio unido a nuestra vocación de sacerdotes.

Es bueno sabernos pedir perdón cuando el perdón nos aguarda ante el obispo o ante cualquier otro hermano del presbiterio. No siempre es fácil mirarnos como nos mira Dios, pero a esto -y no a otra cosa- estamos cotidianamente llamados. Es el perdón que nos pone de nuevo ante la gran misión que recibimos el día en que fuimos ordenados y que por mil razones hemos ido descuidando, olvidando o traicionando. Pero el perdón que acerca la gracia que de Dios proviene y que se brinda por la Iglesia y los hermanos no quiere tanto reprochar lo que nuestra humana condición, nuestro cansancio, nuestro pecado tantas veces nos impiden reestrenar, sino invitarnos gozosamente a volver a la gracia que recibimos el día de la imposición de las manos que nos hizo el obispo. Tal y como nos ha recordado el Evangelio: el Señor nos ha ungido para ser enviados con una buena noticia a todos los que sufren, para vendar los corazones desgarrados y llevar la libertad a los prisioneros de todo tipo de cautividad. Somos sacerdotes del Señor y ministros de su perdón, su gracia y misericordia. Esto nos permite reestrenar la lozanía ilusionada de aquello a lo que fuimos llamados, para lo que fuimos consagrados, y para lo que se nos envió.

Quiero daros las gracias por vuestra asistencia, tan numerosa un año más. Me conmueve con inmensa gratitud poder concelebrar esta Misa Crismal con todos vosotros. Os agradezco vuestro trabajo en un día a día con soles y lluvias, con fríos y sopores, con reconocimiento o incomprensiones, tantas situaciones climáticas en la temperatura interior con las que lleváis adelante vuestro ministerio a diario. Y tendremos presentes a los sacerdotes que desde la última Misa Crismal nos han dejado por haber sido llamados por el Señor. No pocos de ellos estaban el año pasado concelebrando con nosotros sin que nadie supiera, excepto Dios, que sería su última Misa Crismal antes de ser llamados. Sabemos sus nombres y luego los recordaremos pausadamente como un gesto de homenaje fraterno junto a nuestra plegaria sincera por su eterno descanso. Hace un año sus manos se extendieron en esta concelebración, o se unieron a la misma desde sus lechos enfermos. Hoy no están con nosotros, pero pedimos que nos acompañen en esa antesala de la espera del cielo prometido, para que sus manos sean plegarias fraternas en la misa del cielo.

Queridos hermanos todos pidamos al Señor que nos bendiga con nuevas vocaciones sacerdotales. Que los fieles recen por nosotros, y que juntos sigamos edificando la Iglesia del Señor como una buena noticia para la humanidad a la que en su nombre servimos. El Señor os bendiga y os guarde. Que nuestra Madre la Santina en este su año jubilar nos acoja y acompañe cada día. Gracias.

+ Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo
Martes Santo, 27 marzo 2018
Santa Iglesia Catedral. Oviedo

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